Este es el discurso pronunciado por Luis Miró Quesada de la Guerra, entonces director de El Comercio, el día que este Diario cumplió 100 años, el 4 de mayo de 1939.
El almuerzo que ahora nos reúne no significa tan solo una de esas agradables fiestas en las que, usualmente, se juntan los jefes y empleados de una empresa. La magna fecha, que hoy regocijados celebramos, le da, en efecto, una trascendencia singular. No es, por cierto, frecuente que una institución y menos un diario alcance los 100 años de vida. El directorio de El Comercio, por eso, no ha querido que pase este acontecimiento sin expresar su simpatía a sus leales y eficientes colaboradores, como es placentero para mí hacerlo en este momento, desde lo íntimo de mi espíritu.
Constituimos lo que, acertadamente, se ha dado en llamar “la familia de El Comercio”, o “la casa de El Comercio”, y yo creo que en estos términos se encierra el secreto de la vida centenaria de nuestro Diario. El amor a la institución en que se trabaja, el orgullo de pertenecer a ella, la afectuosa comprensión entre jefes y empleados, y el esfuerzo común y disciplinado de unos y otros explican cómo El Comercio ha podido sortear en su larga vida dificultades y peligros, y seguir una constante y firme línea de progreso. Pero, en realidad, esta fuerte y afectuosa vinculación de la gente de El Comercio no es sino la manifestación ostensible de algo más hondo y que constituye su explicación y su causa. Estamos hoy unidos y lo hemos estado a través de un siglo porque sentimos vivamente y seguimos inspirándonos en los ideales que nuestro Diario siempre ha proclamado. Sabemos que El Comercio tiene un alma y una tradición espiritual que defendemos con convicción y con fe, y que ninguno de nosotros sería capaz de traicionar. Sabemos también que nuestro Diario es ya una institución que se debe al país porque está en condiciones de contribuir a su engrandecimiento y a su progreso y que puede trabajar, asimismo, por el desarrollo de la cultura humana y nos damos cuenta de que cumplimos un deber cooperando con la realización de estos elevados fines.
El periodismo puede ser la más noble de las profesiones o el más vil de los oficios. O dedica el periodista su alma a hacer el bien público, de acuerdo con sus convicciones, o la convierte en objeto de mercancía y de lucro, con daño social.
A nosotros nos toca ya la fácil tarea de mantener incólume una bella tradición y nos corresponde, también, el deber de trabajar por el constante progreso de nuestro Diario. Hemos recibido un sagrado depósito, que todos estamos obligados a conservar e incrementar. Cada hombre, desde el puesto que ocupa, por humilde que este sea, puede ser un factor de progreso para la humanidad en el trabajo que realiza, con tal de que ponga en su labor esfuerzo y recto espíritu.
La palabra escrita para ser leída por el público ha de ser impresa y el oro de las minas requiere ser extraído de las entrañas de la tierra.
Yo sé que la antorcha de luz que otros encendieron en El Comercio se conserva y se transmite sin apagarse nunca. Lo sé, desde que era niño y aprendía de mi padre y maestro a cuyo lado recuerdo la bondadosa figura del administrador del Diario; lo supe después, también, cuando secundaba en su labor a mi inolvidable hermano; y lo confirmo hoy, al contacto del espíritu de los míos y del de todos ustedes, nuestros leales colaboradores, en cuya compañía y en el diario trabajo he visto alguna vez la luz de una nueva aurora.
–Editado–