(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Elder Cuevas-Calderón

¿Cuántas veces escuchó sobre el colapso de las arterias de la ciudad, sobre algún evento ocurrido en pleno corazón de un distrito, o sobre los pulmones de la capital? Aunque estas son frases inscritas en el habla cotidiana, nos dejan entrever cómo la urbe devino cuerpo a partir de los órganos que la componen. Sin embargo, las mismas ciudades han tenido problemas con el manejo de los cuerpos de las personas que las habitan. Ya sea en la arquitectura, en la planificación urbana o en la vida cotidiana, las metrópolis han preferido las obras antes que las personas; las conexiones antes que las relaciones; el flujo antes que la contemplación; y el embotamiento antes que la estimulación de los sentidos. En breve, el único cuerpo vivo dentro de una ciudad era el de la ciudad misma porque, dentro de ella, los cuerpos-humanos se habían convertido en máquinas de producción. Si bien lo expuesto, según Richard Sennett, ha sido parte del decurso de la historia de las ciudades, cabe preguntarse: ¿será esta pandemia la estocada final para eliminar a los cuerpos humanos de la ciudad?

En 1997, el sociólogo estadounidense escribió estas ideas en “Flesh and Stone” (Carne y piedra), en medio de un mundo en el que ya avizoraba la contraposición entre, por un lado, un cuerpo desnudo y expuesto (al que cataloga como el emblema de un pueblo seguro de sí, cómodo dentro de su ciudad) y, por el otro, el cuerpo individual (que, a pesar de su libertad de movimiento, carece de conciencia física sobre los otros cuerpos que lo rodean e, incluso, huye de ellos). Si bien Sennett contrapone la Atenas del 431 a. C. con la Nueva York de los 90, observa cómo los cuerpos han ido perdiendo contacto con su entorno. Ya sea mediante el uso del automóvil, de los audífonos o, más recientemente, de los asistentes de voz, las aplicaciones de citas por Internet y hasta el pago sin contacto de las tarjetas bancarias, estas prácticas retratan cómo los cuerpos han ido tomando aberración al contacto. En ese marco, ¿qué ciudad nos espera ahora que a la ya existente privación de sentidos ha venido a sumarse el uso de las mascarillas, viseras de protección, mamelucos, guantes y cuanto implemento utilizamos para no contagiarnos?

La crítica del sociólogo se enfoca, principalmente, en los embates de la modernidad. De la paradoja de vivir solos en medio la multitud, de cómo los cuerpos se han ido encaminando hacia la privación total de sus sentidos, de volvernos máquinas de producción económica. ¿Acaso la pandemia aceleró algo que estaba a la vuelta de la esquina?

A la tendencia de hacer de los cuerpos entidades pasivas, ahora se han añadido el encierro y la domesticación. Así, pareciera que el futuro apuntase a que nos volvamos robots de producción económica. De allí que, frente al debate sobre la salud y la economía, ambos hayan sido entendidos como dialécticos, y que –peligrosamente– resuene cada vez más el segundo sobre el primero. ¿Será que los cuerpos finalmente han sido sacados de la ecuación de la ciudad?

Si el mundo se siente más despoblado y vacío, ello tal vez se deba a que, finalmente, hemos llegado a la era de la privación total de nuestros sentidos. Lo complejo del asunto es que, con esto, la solidaridad, la empatía y la violencia insensibilizarán a los ciudadanos, pues cada vez les será más difícil sentir una experiencia sensorial. Sin duda, esto cambiará a las ciudades y a los cuerpos que habitan dentro de ella. El mundo se volverá más ancho y ajeno.

Si algo nos ha dejado en claro este tiempo, es que, para el sistema económico en el que vivimos, no hay ciudadanos, solo consumidores. Por eso, los cuerpos son tratados como máquinas para la producción. Ante este escenario, ¿es posible resistir?

Paradójicamente, sí: con un movimiento contra-intuitivo, con la activación sensorial de los cuerpos, de la conciencia de nuestro cuerpo frente al otro, de la convivencia, de la protección, no solo de nuestro cuerpo, sino también del otro. En síntesis, de crear lo común.