Fernando  Bravo Alarcón

La experiencia de las políticas públicas en nuestro país enseña que los asuntos que no involucran a la población difícilmente concitarán el interés de los políticos y los poderes del Estado. Tal el caso de los tópicos y climáticos, donde las evidencias científicas pueden ser abrumadoras, pero no logran generar la prioridad ni el compromiso político que ameritan. Y es que ciencia, política y agenda ciudadana difícilmente corren a la par.

Quizás ello permita entender por qué el reciente reporte bianual de las universidades de Yale y de Columbia, el “Índice de Desempeño Ambiental 2022″, no ha recibido mayor atención en los medios y en la agenda política nacional. Otra razón que lo explicaría son los preocupantes resultados de dicho ranking, que atribuye al un pobre desempeño a partir de los 40 indicadores revisados en materia de salud ambiental, vitalidad de ecosistemas y cambio climático: de los 180 países evaluados, el Perú ocupa ahora la posición 101; si se acota la muestra solo a América Latina y el Caribe, nuestro país está en el puesto 26 de 32. En reportes anteriores el desempeño peruano no era tan desesperanzador.

¿Qué ha contribuido al empeoramiento de nuestros estándares ambientales? Una causa digamos estructural es la escasa preocupación pública y social en torno a los problemas ambientales, los que son siempre desplazados por otras situaciones problemáticas de mayor urgencia y atención (la seguridad ciudadana, el empleo, etc.). Esto de por sí ya retrae cualquier interés en aplicar políticas ambientales efectivas.

De otro lado, pese a los avances en la legislación ambiental, la institucionalidad (la creación del Ministerio del Ambiente en el 2008, por ejemplo) y la información (la idea del Perú como país altamente biodiverso), otro elemento explicativo es la persistencia de cierta visión ampliamente difundida que considera que lo que se gana en el ambiente se pierde en la economía; o sea, la creencia de que políticas ambientales potentes impactan negativamente en el crecimiento económico.

Hay que considerar, también, la debilidad o inexistencia de movimientos sociales y élites que impulsen políticas conservacionistas y climáticas consistentes. Dicho de otro modo, los intereses ambientales están débilmente representados en términos políticos.

Si bien la pandemia puede haber jugado como una variable coyuntural que haya indispuesto acciones decisivas para la conservación de los ecosistemas del país, algunos observadores han denunciado el debilitamiento de la institucionalidad ambiental, como cuando desde el 2017 se redujeron las capacidades del Ministerio del Ambiente en varios temas (la creación de áreas naturales protegidas, por ejemplo) y también del Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental, ahora con menos capacidades fiscalizadoras y sancionadoras. Los que en los últimos años estuvieron encargados de dicho sector deben explicar sus razones por el bajo desempeño registrado.

Por último, llama la atención que ni siquiera la necesidad de incorporar al Perú a la OCDE esté jugando como un incentivo en materia de gobernanza ambiental. ¿Cómo podríamos ingresar a ese grupo selecto con una ejecutoria ambiental poco auspiciosa? Parece que por ahora no hay quien nos dé una respuesta satisfactoria.