Minxin  Pei

ha vivido últimamente sus mayores y más cargadas protestas políticas desde que el movimiento prodemocrático de 1989 acabara en una masacre perpetrada por las fuerzas gubernamentales en la plaza de Tiananmen. La reciente erupción social no debería de sorprender; las frustraciones por la rígida política de ‘-cero’ del Gobierno Chino vienen gestándose desde hace mucho tiempo. Sin embargo, parece que el Partido Comunista de China (PCCh) en el poder no vio venir las protestas, a pesar de contar con un aparato de vigilancia omnipresente y profundamente intrusivo. Ahora, el gobierno ha anunciado que acelerará el abandono de la vigilancia de la política de ‘COVID-cero’ con una amplia relajación de las restricciones. La lista de 20 directrices para los funcionarios, publicada el mes pasado, se ha reducido a diez.

Frente a las protestas, el gobierno de Xi Jinping evitó la brutal represión de las manifestaciones al estilo de Tiananmen. Aunque se ha desplegado un gran número de policías en los lugares de las protestas, se han evitado las tácticas sangrientas del “control de multitudes” y las detenciones masivas, prefiriendo en su lugar identificar e intimidar a los manifestantes mediante la tecnología de rastreo de los teléfonos móviles. Pero los dirigentes del PCCh también advirtieron que se avecinaba una “represión decidida”. Según Chen Wenqing, el recién nombrado jefe de seguridad interna del PCCh, las autoridades perseguirán “las actividades de infiltración y sabotaje de fuerzas hostiles” y “los actos ilegales y delictivos que alteren el orden social”.

Mientras que el Gobierno Chino ha enviado un mensaje relativamente claro sobre el destino de las protestas, su postura respecto de la campaña del ‘COVID-cero’ ha sido confusa e incoherente, y las restricciones solo se han relajado en algunas ciudades, como Guangzhou, Hangzhou y Shanghái. En los últimos días, la expresión “dongtai qingling” (‘COVID-cero’ dinámico) parecía haber desaparecido de los medios de comunicación estatales.

Aun así, reinaba la incertidumbre, ya que ningún alto cargo chino había declarado públicamente que se abandonaba por completo el enfoque de tolerancia cero. En su lugar, el viceprimer ministro Sun Chunlan, que supervisa la respuesta a la pandemia, ha reconocido la “gravedad cada vez menor de la variante ómicron” y ha dicho que la lucha contra el COVID-19 estaba entrando en una “nueva fase”.

Con pocas directrices desde arriba, los gobiernos locales han ido adoptando políticas muy diferentes. Por ejemplo, aunque el gobierno municipal de Shanghái anunció una flexibilización en algunas normas, volvió a cerrar Disneylandia, recientemente reabierta.

La negativa de los dirigentes chinos a adoptar una postura clara sobre el ‘COVID-cero’ es pura política. El Gobierno Central se ha mostrado reacio a asumir la responsabilidad de la decisión porque los responsables políticos no quieren que se les culpe de cualquier aumento de infecciones, hospitalizaciones y muertes que se produzca tras la reapertura. Las nuevas directrices pueden ser más laxas que las anteriores, pero no representan necesariamente el fin del ‘COVID-cero’.

Además, los funcionarios locales también han estado jugando a la política. Si han relajado las restricciones pandémicas es porque creen que hacerlo servirá a sus intereses lo suficiente como para justificar el riesgo para la salud pública. Si han mantenido unas restricciones más severas es porque han calculado que el golpe inmediato contra su popularidad quedaría empequeñecido por el impacto de convertirse en chivo expiatorio de cualquier oleada de casos.

Pero quizás la prueba más clara y preocupante de la politización de las decisiones de salud pública sea la negativa de las autoridades chinas a aprobar las vacunas de ARNm más eficaces producidas por empresas occidentales. Aunque estas vacunas contribuirían a hacer más segura la salida del ‘COVID-cero’, en especial en los ancianos insuficientemente vacunados, los dirigentes chinos parecen considerar el uso de vacunas occidentales como un golpe al orgullo nacional y una admisión de los errores del pasado.

De cara al futuro, es probable que los dirigentes chinos puedan contar con las fuerzas de seguridad para sofocar nuevas protestas, permitiendo así al PCCh reafirmar el control y restar importancia a las frustraciones de la población. Pero la reticencia a diseñar una estrategia de salida global y sistemática –y a asumir la responsabilidad de sus resultados– podría provocar que China sufra lo peor de ambos mundos.

Si sigue existiendo confusión sobre el compromiso de Xi con el ‘COVID-cero’ y los planes de reapertura del gobierno central, se producirá una respuesta caótica a nivel local, y la aplicación continuada de restricciones pandémicas en constante cambio agotará la atención y los recursos del Estado, al tiempo que avivará la frustración popular. Al mismo tiempo, una relajación de las restricciones que no vaya acompañada de medidas eficaces de salud pública –como una rápida campaña de inmunización masiva con vacunas occidentales– disparará las tasas de infección, desbordando el sistema sanitario chino.

Xi tiene que actuar con rapidez para evitar este desenlace, entre otras cosas, ordenando la inmediata aprobación e importación de vacunas de ARNm. Una medida así demostraría no solo valentía política, sino también astucia política, porque contribuiría en gran medida a reparar el daño causado a la imagen de Xi por las protestas contra el bloqueo que sacudieron a su gobierno a finales de noviembre.

–Editado y traducido–

Project Syndicate, 2022

Minxin Pei es profesor en Claremont McKenna College