Un juicio político contra un mandatario en funciones siempre es desgastante y peligroso. Generalmente las autoridades se dividen en bandos opuestos y los partidos involucrados suelen jugar sus mejores cartas y opciones. Primero para fortalecer su posición frente a la opinión pública y, segundo, con la idea de multiplicar la confianza del electorado.
Algo de eso y mucho de lo otro está sucediendo en Estados Unidos: los demócratas están empecinados en llevar al presidente Donald Trump a un juicio político o ‘impeachment’ para destituirlo y sacarlo del mapa electoral del 2020; mientras que los republicanos han decidido blindarse de manera colectiva porque están convencidos (o al menos así lo presentan a la ciudadanía) de que Trump no se aprovechó de sus funciones. Para ellos, incluso, no hay candidato de la oposición con la solvencia y el suficiente arrastre mediático como para derrotar a Trump en las urnas el próximo año.
El guion se mantiene y las posibilidades de sacar a Trump del sillón presidencial continúan siendo escasas. No hay mayor sorpresa en lo que menciono, pues se trata de un escenario que se había perfilado desde un inicio. No solo por el hecho de que los republicanos son mayoría en el Senado, sino porque los detractores de este juicio se entregaron a la tarea de presentar este proceso como una revancha política de los demócratas.
Dicho esto, la demanda contra Trump seguirá su camino hacia el Senado y lo hará enmarcada en dos denuncias de rigor.
La primera señala a Trump por haber presionado al presidente de Ucrania, Volodimir Zelenski, para que ponga en marcha una investigación sobre su principal rival político, Joe Biden, y su hijo Hunter. A cambio del anuncio de la pesquisa, Trump daría el visto bueno a una importante ayuda militar de US$391 millones para frenar los apetitos sobre el terreno y la actitud poco amistosa de Rusia en la línea de frontera.
El segundo renglón de la acusación alude a obstrucción del Congreso y a los esfuerzos del mandatario por impedir que los demócratas tengan acceso a más testimonios y puedan llevar al banquillo a funcionarios claves de su entorno, entre otros.
Las denuncias contra Trump fueron aprobadas por la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes. En el Senado requerirá el apoyo de al menos 67 de los 100 senadores en ejercicio, una fórmula imposible de alcanzar por la coyuntura del momento.
El paquete incriminatorio no ha sido enviado al Senado para que sea analizado y discutido por los miembros del pleno. La demora no se debe a ningún entrampamiento burocrático. Es una estrategia de los demócratas para forzar a que los republicanos sean transparentes en el desarrollo de este segundo y último capítulo del juicio político.
Esta demora abre las compuertas a un interesante y nada antojadizo escenario de acción en el que Trump podría salir mal herido. El presidente estaba seguro de que la llama del ‘impeachment’ se apagaría antes de fin de año o en los primeros días de enero gracias al blindaje de la mayoría del Senado.
Ahora, y por el momento, Trump no tendrá otra salida que pasar el trago amargo de ser un mandatario en funciones con la sombra de llevar un juicio político sobre sus espaldas. Todo ello sin mencionar el cuestionamiento de quienes están absolutamente seguros de que Trump movió sus piezas guiado por el interés personal y sin importarle la seguridad nacional y los valores apadrinados en la Constitución estadounidense.
En buena cuenta hay algo de lo que Trump difícilmente podrá despercudirse. Me refiero al hecho de que no solo pasará a la historia de este país como el tercer presidente en ser puesto bajo la lupa del ‘impeachment’ (recordemos los casos de Andrew Johnson y Bill Clinton), sino que será el primer mandatario republicano en pisar las arenas movedizas de un juicio político.
Me atrevo a decir también que esta suerte de marca o estigma irá carcomiendo el respaldo de más de uno de los electores que apoyaron la candidatura de Trump. Y si no es así, al menos desinflará en algo su inmenso ego.