Los incendios devastadores desde el Amazonas hasta Australia, las fuertes tormentas y los patrones de lluvias cambiantes han hecho que a los responsables de las políticas les resulte difícil guardar silencio sobre el cambio climático. En Estados Unidos, legisladores y candidatos presidenciales demócratas hoy hablan de un nuevo trato verde, que podrían implementar si recuperaran la Casa Blanca y el Senado en las elecciones presidenciales y parlamentarias de noviembre.
De la misma manera, en diciembre, la Comisión Europea aprobó un Trato Verde Europeo, que promete una economía sin emisiones netas de carbono en el 2050, una creación generalizada de empleos y una mejor calidad de vida. Con un presupuesto proyectado de 1 billón de euros (1,1 billón de dólares), el plan no carece de ambición. Pero algunos han cuestionado si el Trato Verde Europeo puede tener un impacto global significativo en el cambio climático. Después de todo, la Unión Europea responde por apenas un 10% de las emisiones globales de dióxido de carbono, lo que significa que los logros importantes a escala local en Europa podrían verse superados por las mayores emisiones en otras partes.
Uno esperaría que los europeos lideraran el camino respaldando a otros países –especialmente en el mundo en desarrollo– en sus esfuerzos por descarbonizar su matriz energética. Si existe un país que se destaca por su potencial para concretar los ideales del Trato Verde Europeo es Etiopía. Si Europa traslada sus palabras a la acción, podría ayudar a Etiopía a descarbonizarse, a generar empleos en Europa y a mejorar los niveles de vida, no en el 2050, sino en el corto plazo.
Hace veinte años, Etiopía estaba entre los países más pobres del mundo. Pero en los años 2010, se convirtió en la economía de más rápido crecimiento del mundo. Desde el 2003, su auge de crecimiento sostenido ha reducido la tasa de pobreza un 40% y ha aumentado la expectativa de vida promedio de 54 a 66 años. La estrategia de desarrollo de Etiopía es notable porque fue concebida localmente y no está impulsada por los recursos naturales, sino por una expansión de las capacidades humanas y sociales.
El primer ministro carismático, humilde y visionario del país, Abiy Ahmed, recibió el Premio Nobel de la Paz en el 2019, debido a su éxito a la hora de garantizar un acuerdo de paz con la vecina Eritrea. Ahmed está dedicado a unir al país, fortalecer la democracia y los derechos humanos e implementar reformas económicas destinadas a asegurar una estabilidad macro y promover la diversificación. Mientras que el Foro Económico Mundial utilizó su reunión anual en Davos este mes para reclamar que se plantasen un billón de árboles nuevos, Ahmed ya ha liderado una campaña nacional que plantó 350 millones de plantines de árboles en un solo día. Esto ha revertido una tendencia de deforestación que había reducido la cubierta forestal de Etiopía durante décadas.
Ahora bien, para mantener su dinamismo, Etiopía necesita mucha más energía –y esa energía debe ser verde–. Con ese fin, las autoridades han venido desarrollando dos represas hidroeléctricas: la gran represa del renacimiento etíope (GERD por sus siglas en inglés) y el proyecto hidroeléctrico Koysha. En conjunto, estas dos represas generarían más de 20.000 gigavatios-hora de energía anualmente, preservando al mundo de 21,5 millones de toneladas métricas de emisiones de CO2 cada año. También ayudaría a alimentar la red ferroviaria y los parques industriales del país con energía renovable, generando empleo y también energía excedente para exportar.
Desafortunadamente, Etiopía no ha podido garantizar recursos financieros para finalizar estas represas. En consecuencia, ambos proyectos están muy retrasados y, como consecuencia de ello, el mundo es más pobre y está más contaminado. Sin duda, como con todas las represas, estos proyectos causarían algún daño colateral. Como la GERD alteraría temporalmente los flujos en el río Nilo mientras se llena el reservorio de la represa, Egipto se opone.
De la misma manera, la represa Koysha tendría un impacto en el lago Turkana, del cual solo una parte está ubicada en Etiopía. Sin embargo, el Gobierno de Kenia, donde está la mayor parte del lago, quiere que se complete la represa para poder comprar parte de la energía que generaría. Pero hay quienes en la comunidad internacional han considerado conveniente objetar el proyecto. Claramente, existe un doble estándar en marcha: si bien las represas pueden afectar los flujos de los ríos y desplazar a poblaciones, no es que la energía solar, la energía eólica y la minería para extraer silicio y mineral de hierro no tengan ningún impacto ambiental.
El grupo de infraestructura italiano Salini Impregilo es el principal contratista de ambas represas de Etiopía, pero el banco de exportaciones e importaciones italiano SACE retiró 1.500 millones de euros en inversión planificada de Koysha. Eso ha obligado al Gobierno a financiar el proyecto con ahorro interno, lo que crea serios desequilibrios macroeconómicos, entre ellos problemas en la balanza de pagos, represión financiera, inflación y una menor tasa de crecimiento.
El Trato Verde de Europa parece tener buenas intenciones. Pero habría que juzgar su credibilidad en gran medida con base en lo que suceda en Etiopía. Un programa del Fondo Monetario Internacional firmado en diciembre debería convencer a las autoridades europeas y del SACE de la solvencia de Etiopía, permitiéndoles a los ingenieros italianos volver a trabajar en las represas. De la misma manera que los mineros utilizan un canario para determinar si el aire en una mina es seguro, el mundo debería considerar a Etiopía como una prueba de su propia resolución para alcanzar un futuro limpio y próspero.