“La dura experiencia que estamos pasando podría dar lugar a nuevas formas de organización y comunidad”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“La dura experiencia que estamos pasando podría dar lugar a nuevas formas de organización y comunidad”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Eduardo  Dargent

Hace casi 20 años hice una tesis en filosofía política en la que proponía que si nos tomábamos en serio la igualdad y la libertad, tendríamos que construir un sistema mundial muy distinto al actual. Usaba al Rawls de “Teoría de la justicia” para proponer un sistema internacional donde instituciones globales garantizaran que las circunstancias de nacer en un lugar determinado no afectaran sustancialmente nuestro desarrollo. No implicaba un mundo de gobierno único, pero sí uno de soberanías limitadas, donde poderosas instituciones regulasen la distribución de riqueza, la seguridad y los abusos de los gobiernos.

Es obvio que entre una teoría cosmopolita como esa y la realidad existen poderosas barreras. La principal, el poder. Lo avanzado en estas décadas en limitar la soberanía e incrementar la cooperación entre Estados no es menor. Pero un sistema de Estados soberanos, con enormes desigualdades de poder y riqueza entre ellos, así como los intereses económicos transnacionales que se benefician de dicho sistema son obstáculos formidables para avanzar hacia nuevas formas de organización global. Estas podrán ser más justas pero no son realistas.

¿Qué puede llevarnos en esta dirección cosmopolita? El miedo. Poner al argumento realista boca abajo y demostrar que “realistamente” una serie de amenazas comunes no pueden ser enfrentadas sin una radical visión cosmopolita. Entre esas amenazas mencionaba en la tesis el deterioro del medio ambiente o los extremismos violentos, asuntos que requerían respuestas comprehensivas para atacar sus profundas causas sociales y económicas. Las opciones soberanas no alcanzan.

De lo que no hablaba en la tesis era de pandemias. Las pandemias, como la que estamos viviendo, también nos muestran la urgencia de pensar y avanzar hacia instituciones globales fuertes. La crisis actual nos ha enseñado que se requieren mecanismos para detectar los brotes virales, evitando burocracias nacionales temerosas de reportarlos. También es necesario reducir la discrecionalidad de los Estados para aplicar medidas de prevención necesarias para limitar el contagio. Y nos muestra la necesidad de políticas económicas de una magnitud y coordinación considerables, capaces por ejemplo de compensar a aquellas zonas que cargarán con el costo de adoptar severas cuarentenas iniciales.

Queda muy claro, además, por qué un sistema efectivo debería poder regular a países poderosos. Boris Johnson y Donald Trump han actuado con una irresponsabilidad colosal frente a la urgencia. Motivados por mantener su popularidad, la preocupación por sus economías o por escuchar a los grandes intereses afectados por una cuarentena, ignoraron la información que llegaba de otros países y siguieron la opinión de quienes minimizaban los riesgos. Psicólogos y economistas políticos trabajarán en conjunto para entender tanta incompetencia de estos arrogantes y sus gobiernos. El daño que han causado a sus sociedades y al resto es enorme.

Vemos entonces que la pandemia alcanzó proporciones globales en buena parte por la inexistencia de instituciones globales para controlarla. El temor que sentimos nos hace más abiertos a pensar soluciones. Disculpen por usar el miedo en un momento difícil, pero no perdamos de vista que estamos en la lona por un virus de contagio alto y letalidad baja. Imaginen cómo estaríamos si la letalidad fuera siquiera mediana.

Parafraseando a Legión Urbana, hoy sabemos bien que el futuro ya no es como era antiguamente. Lo que no podemos saber es cómo esta dura experiencia cambiará nuestros sistemas globales y locales de salud, seguridad, producción, entre otros. No hay que creer en quienes anuncian grandes cambios positivos por la urgencia y el miedo de hoy. La opción soberanista, de respuesta local y limitada, es también posible. La realidad del calentamiento global, por ejemplo, es ya dramática y visible, pero no ha logrado reformas de la profundidad requerida. Y otras amenazas globales han terminado fortaleciendo opciones soberanistas para enfrentarlas. Se diluye el miedo y pasa la urgencia.

Pero hay otras opciones. La dura experiencia que estamos pasando podría dar lugar a nuevas formas de organización y comunidad. Podría apuntalar la necesidad de sistemas de salud pública más fuertes y solidarios, así como reforzar mecanismos de coordinación y regulación más profundos. Además del miedo hay otra fuerza poderosa para movernos en esa dirección: el amor a quienes dejaremos el mundo. Piensen en nuestros pequeños compañeros de encierro, los míos saltando entre muebles mientas escribo estas líneas, y el mundo inseguro que les estamos legando. Podemos, debemos, hacer más.

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