En un mundo ideal, las evidencias y la lógica deberían pesar más que el dogmatismo. Así, por ejemplo, la izquierda no insistiría en destruir un modelo económico que ha traído al país mejoras en todos los indicadores solo por su énfasis en el libre mercado, y sus representantes podrían no tartamudear a la hora de llamar dictadura a lo que ocurre en Venezuela.
Pero este vicio, como ha quedado demostrado en los últimos días, no es exclusivo de la izquierda. Desde la cancha liberal (con la que me identifico), este se ha expresado, a través de algunos, en reclamos airados contra la nueva cuarentena e, incluso, en meridianos llamados a la rebeldía. Los motivos son dos: “el Estado no debe recortar mis libertades” y “la medida va a terminar de destruir nuestra economía”. (Historia aparte son los que suscriben teorías conspirativas).
Ambas aseveraciones son ciertas y atendibles, y es evidente que no se puede volver a un confinamiento tan extenso y rígido como el que impuso la administración de Martín Vizcarra en marzo del 2020 –nuestros niveles de informalidad no lo permiten y el hambre termina por llevar a la gente a la calle, derrotando así el propósito de las disposiciones–. Sin embargo, perder de vista lo agudo de la crisis sanitaria, el colapso del sistema de salud y la urgencia de tomar medidas para remediarlo delata una miopía similar a la de los que creen que una aerolínea estatal es una idea estupenda porque así lo dicen sus libros favoritos. Mientras mueren peruanos por centenas, las marchas y berrinches por las libertades suspendidas se notan mezquinas y un poco zonzas.
La vigilancia, claro está, no puede quedarse en cuarentena. Los excesos de las autoridades (véanse los reprochables centros de retención) tienen que ser denunciados y es claro que debe hallarse, por más difícil que sea, un punto medio entre preservar el aparato productivo nacional y frenar el vertiginoso y letal ascenso en los contagios. Encerrarnos por casi cuatro meses –una vez más– sería absurdo, pero la duración de este trance depende mucho de cómo nos comportemos y de cómo se comporten los que se resisten a acatar lo dispuesto.
La ciencia ha dejado claro que una cuarentena verdaderamente bien llevada es la clave para ralentizar los contagios –especialmente después de semanas de cierto relajo–. En ese contexto, la desobediencia a las normas en protesta por la libertad propia solo amenaza la de otros y su derecho a no enfermarse y morir. Por otro lado, la configuración de las actuales medidas permite mayor holgura para ciertas actividades económicas, por lo que no representan un frenazo total como el concebido por Vizcarra.
Darle un descanso al manual de convicciones que algunos parecen seguir no es malo en tiempos de crisis. Deben primar las evidencias y la realidad.
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