El atractivo principal del primer ministro británico Boris Johnson como político siempre residió en su capacidad para hacerle frente a la adversidad con una jocosidad característica y una actitud típicamente británica de “esperar lo mejor”. Pero, cada vez más, el público y muchos de sus propios colegas conservadores –lo que es más preocupante para Johnson– se niegan a caer en los mismos viejos trucos. Debajo de su bravuconería, ven a un líder de dudosa autoridad, luchando por manejar la última crisis de salud provocada por el COVID-19. Los expertos políticos dicen que Johnson tiene hasta las elecciones locales de mayo próximo para cambiar la suerte del gobierno. Aunque puede sobrevivir a esa prueba en particular, las probabilidades de que él lleve al partido a las próximas elecciones generales del 2024 se están alargando todo el tiempo.
Irónicamente, la amenaza al liderazgo de Johnson no proviene tanto de la oposición, el Partido Laborista. En cambio, el peligro real acecha dentro de las filas del propio partido parlamentario de Johnson. El Partido Conservador tiene la reputación de ser una máquina despiadada de ganar elecciones. Por tal motivo, pocos dudan de que los conservadores vacilarían en apartar a Boris si decidieran que había perdido su encanto para hacerlo.
Las críticas al manejo del brote de ómicron de Johnson, así como los escándalos políticos –que incluyen fotos condenatorias de una supuesta fiesta del Gabinete durante la cuarentena del 2020–, han dañado su reputación; quizá fatalmente. Sus índices de popularidad languidecen en un mínimo histórico, mientras que los conservadores perdieron recientemente un escaño seguro en el Parlamento que habían ocupado durante 200 años. En otras palabras, ese ingrediente mágico, el “efecto Boris”, ha perdido su brillo. Atrás quedó la persona alegremente carismática que produjo una contundente victoria electoral hace dos años con la promesa de finalizar el ‘brexit’. En su lugar, ha venido un líder indeciso, desesperado por equilibrar las demandas de los libertarios dentro de su partido parlamentario con las de los funcionarios de salud pública que buscan medidas para frenar la propagación de la variante ómicron.
El golpe más serio a su autoridad se produjo este mes, cuando alrededor de 100 miembros conservadores del Parlamento votaron para rechazar las propuestas de Johnson de endurecer las restricciones por el COVID-19 en bares y restaurantes, así como limitar la capacidad de las familias para reunirse antes de Navidad. La lucha por el endurecimiento de las restricciones por el COVID-19 incluso dividió al Gabinete, lo que llevó al ministro del ‘brexit’ de Johnson, Lord David Frost, a renunciar en protesta por los planes del gobierno, incluidos los relacionados con la pandemia. Es fácilmente la rebelión más dañina del liderazgo en dos años de Johnson. Además, le da ímpetu a dos posibles rivales dentro de su propio Gabinete para el liderazgo: el ministro de Finanzas, Rishi Sunak, y la ministra de Relaciones Exteriores, Liz Truss, quienes se resisten a imponer más restricciones sin tener más información.
Sin embargo, no hacer nada sobre el brote de ómicron definitivamente no es una opción para el primer ministro. Su gobierno pagaría un alto precio político si se considerara que permitió que el muy querido servicio nacional de salud del país, el NHS, colapsara bajo el peso de nuevos casos causados por la alarmante y contagiosa variante. Las imágenes de televisión de hospitales que no lograron atender a decenas de miles de pacientes con COVID-19 le beneficiarían al opositor Partido Laborista (que se enorgullece de ser el creador del NHS).
Pero nadie debería descartar a Boris Johnson demasiado rápido. Sigue siendo un ganador de elecciones comprobado, un excolumnista y celebridad global que ha utilizado su abundante encanto para sobrellevar la ira del público por la escasez de combustible y camiones de comida. Una y otra vez, Johnson ha aprovechado las pasiones patrióticas que rodean al ‘brexit’ para encubrir sus propias deficiencias personales como líder. La difícil elección, entonces, a la que se enfrenta el Partido Conservador en el 2022 es si respaldar a un líder de aspecto cada vez más caótico o reemplazarlo por alguien más confiable, pero que carece de la espectacularidad de un Boris Johnson en su pompa.
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