“Las listas de clase no dicen nada sobre los muchachos […] es el ambiente el que ayuda a descubrirlos”, afirmaba Luis Jaime Cisneros en “La mirada de un alumno” (publicado en “Mis trabajos y los días”). Despojados de aulas reales, hoy podríamos decir lo mismo respecto de las pantallas de las computadoras. ¿Por qué nos dicen muy poco de nuestros alumnos?
La educación virtual entorpece el descubrimiento del que está al otro lado del ordenador, ya que se pierde la dimensión simbólica de la que están cargados los salones de clase. Al habitar las aulas, no ocupamos simplemente un lugar, sino que las configuramos de manera tal que encarnen una parte de nuestra identidad. Si, por el contrario, el movimiento de nuestro cuerpo deseoso de desplazarse choca cada vez con la misma pantalla, se interrumpe la ampliación de nuestra estructura espacial y social. En otras palabras, precisamente porque es remota, la educación a distancia nos revela que no estamos propiamente en clase, “y estar resulta entonces, contra lo que dicen las gramáticas, un verbo de existencia viva y total”. Somos plenamente agentes del proceso pedagógico cuando, gracias a las relaciones y actividades que se desarrollan en los salones, la identificación con el ambiente escolar o universitario convierte al aula en la prolongación de uno mismo: en el estar en el colegio o la universidad se despliega nuestro ser estudiante o profesor.
Pero en su texto, Cisneros alude a un estar más fundamental: el desasosiego o la curiosidad de un alumno están en los secretos del lenguaje que lo caracteriza. El estilo con el que determinadas tonalidades afectivas resuenan en la conversación ofrece al profesor algo del ser del estudiante: “no es fácil que pasen inadvertidos para uno los detalles, los gestos imprevistos (pero significativos siempre), las apresuradas caligrafías, la sintaxis demorada, la adjetivación copiosa, la verborrea, el galimatías. Están”. En esta perspectiva, el filósofo Emmanuel Levinas definía el lenguaje como el acto de hablar al otro, como dirección hacia el otro. En la pregunta que el alumno dirige al maestro, el yo es interpelado por el otro que está frente a él y que se presenta como cuestionamiento inscrito en el rostro.
Sin embargo, la mediación de las pantallas quiebra esta atención a los signos que “el muchacho [que ingresa] por vez primera en el salón” nos invita a leer en la circulación de los sentidos y en la simultaneidad espacial –y no solo temporal– del ‘cara a cara’, condiciones del encuentro entre dos interlocutores. Se eclipsa la retroalimentación que moviliza la cadena de sentidos (mirada, voz, señas) imprescindible para una comunicación eficaz. Quedan fuera de nuestro alcance interpretativo matices de la entonación, sutiles movimientos del cuerpo que acompañan la palabra o el silencio, sensaciones que marcan todo vínculo real. No estamos con el otro.
Esperemos que de este mal-estar pedagógico emerjan con mayor claridad el sentido y el valor de estar con nuestros alumnos en las aulas y, así, las razones no solo técnicas sino antropológicas que convocan a un retorno urgente a ellas.
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