En el Perú, no hay una real igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres. Este no es un tema de pareceres, sino de hechos. Las brechas en educación, salud, empleo, ingresos económicos, inclusión financiera, representación política, etc., están medidas y documentadas. Son brechas persistentes en el tiempo, con progresos débiles y de fácil retroceso, tal y como la pandemia ha puesto en evidencia. Los altos índices de violencia física, sexual y psicológica contra la mujer también son ampliamente conocidos –tres de cada cinco mujeres pasarán en su vida adulta por esto–.
Cierto es que, desde la Constitución de 1979, mujeres y hombres fuimos declarados iguales en deberes y derechos. A eso se le llama igualdad formal. Un avance importante, sin duda, pero de ninguna manera suficiente. Una declaración formal no cambia por sí misma la realidad. Y la realidad es que hoy mujeres y hombres no tenemos las mismas oportunidades y no somos, en la práctica, iguales en el ejercicio de nuestros derechos. Las brechas de género son el recuerdo constante de esta persistente desigualdad material.
¿Estas brechas son consecuencia del sexo que se nos asignó al nacer? No, es más complejo que eso. Son consecuencia de las construcciones sociales que hacemos sobre la base de esta diferencia sexual. Son consecuencia de las construcciones de género, de los patrones socioculturales de conducta asignados a mujeres y hombres, de los prejuicios y prácticas basadas en la idea de la inferioridad de la mujer y en las funciones estereotipadas de mujeres y hombres en la sociedad. Entender esta diferencia entre sexo y género es esencial para lograr cualquier avance en contra de la discriminación y violencia contra la mujer. Y lamentablemente esta premisa básica no la entiende la nueva ministra de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, Katy Ugarte Mamani.
La igualdad entre los géneros no funciona con piloto automático, porque lo automático es la desigualdad. El Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP) existe para romper con esta inercia. Para, entre otras funciones, transversalizar el enfoque de género en las políticas, planes, programas y proyectos del Estado. Se llama Ministerio de la Mujer y no Ministerio de la Familia –como el reciente proyecto de ley presentado por Perú Libre pretende– porque atiende a un problema de desigualdad estructural e histórico que no se circunscribe a la familia y que tiene impactos tan severos en nuestra sociedad que incide hasta en el PBI.
Cierto es que el MIMP no ha sido liderado siempre por ministras de perfil técnico, y tal vez a eso le debemos también los débiles avances que hemos tenido, pero al menos lineamientos mínimos en común tenían. Hoy, en cambio, tenemos una ministra de la Mujer que va contra los lineamientos de su propia cartera, que limita la diferencia entre mujeres y hombres a los genitales sin entender que, cuando se habla de desigualdad, no nos referimos a lo biológico, sino a lo social, que está en contra del enfoque de género en la educación que está llamada a defender, que es homofóbica porque considera una orientación sexual distinta a la heterosexual como una contravención a los valores, que no separa su ideología religiosa de sus funciones y que probablemente estaría de acuerdo en que el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables pase a llamarse Ministerio de la Familia.
El enfoque de género no es algo que se tolere, como ha expresado de manera reciente el nuevo presidente del Consejo de Ministros Héctor Valer. El enfoque de género es una política de Estado que se enmarca, además, en una serie de compromisos internacionales y que forma parte de los aspectos que la OCDE –a la que tanto queremos entrar– considera.
El presidente Pedro Castillo ha mandado al MIMP a la deriva y, creo yo, ha subestimado a las mujeres y al movimiento feminista. Con todo y lo complejas que son la agenda y los intereses políticos, las consecuencias podrían no ser menores.
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