Walter Gutiérrez C.

Con tanto ruido político, ha pasado casi inadvertida una sentencia del (TC) referida a la ley de emergencia y reforma del sistema de salud que puede tener consecuencias devastadoras para los derechos de las personas más pobres del país. No dudo de las buenas intenciones de los actuales integrantes del nuevo tribunal; sin embargo, no es infrecuente que, con la mejor buena voluntad, se busque hacer el bien y se termine haciendo lo contrario. Veamos por qué.

El problema de la reciente sentencia no es tanto los derechos que otorga a los trabajadores del sector salud, sino la interpretación que se hace de los alcances del artículo 79 de la Constitución, referido a la prohibición de iniciativa de de los parlamentarios.

Como es suficientemente conocido, el presupuesto de la República se rige, entre otros, por el principio de equilibrio financiero. Este principio tiene como propósito que se respete el balance entre los ingresos fiscales y los gastos públicos. Esta regla se compagina con el mencionado artículo 79.

El problema con la referida sentencia es que el TC ha construido una falacia. En su resolución sostiene que está muy claro el mandato constitucional de prohibición de crear o aumentar gastos públicos; sin embargo, más adelante afirma que “de la Constitución no fluye explícitamente en qué consiste un gasto público”, para luego añadir: “Por ello, resulta indispensable distinguir entre leyes que generan obligaciones para el Estado y leyes que expresamente irroguen gasto público que, como tal, pretendan ser imputadas al presupuesto anual”. Finalmente, concluye: “Queda claro entonces que la finalidad constitucional subyacente es la de no afectación de dicho balance general establecido para cada año fiscal”.

El TC se equivoca al sostener que no está claro el concepto de gasto público y menos aún que se pueda relativizar la prohibición de gasto de los congresistas sosteniendo que solo es para el presupuesto en ejercicio. El propio TC lo ha expresado de modo cristalino. El equilibrio presupuestal no solo atiende al gasto público del año en curso, sino que “se sustenta en el objetivo de no comprometer las perspectivas económicas de las generaciones futuras” (según una sentencia del mismo organismo, pero con una anterior composición. Exp. 0016-2020-PI/TC, f. 29).

Subyace en esta correcta interpretación la conciencia de la permanente escasez de recursos públicos para atender las obligaciones del Estado y las necesidades de la población. Entiende que la economía es la ciencia de la gestión de los bienes escasos en un contexto de crecientes necesidades.

Por ello, conviene tener presente que la prohibición de generar gasto público a los congresistas y el respeto del equilibrio presupuestal han sido dos de las bases esenciales en el fortalecimiento de nuestra economía en los últimos 25 años, lo que ha permitido que crezca a un ritmo sin precedentes en nuestra historia. Y cuando la economía crece, lo hace también el empleo, que representa el 70% de los ingresos de los hogares más pobres; crecen los impuestos y el presupuesto. Los derechos y servicios públicos pueden ampliarse sin poner en riesgo las finanzas del Estado y el futuro de las próximas generaciones. Este racionalismo jurídico, expresado en la limitación del gasto de los congresistas, ha contribuido a que la pobreza pase del 50% en los años 90 al 20% en el 2019.

Por todo ello, los operadores legales deben entender que el divorcio entre el derecho y la economía tiene siempre consecuencias ruinosas para los más pobres. Los legisladores y los jueces deben comprender que sus leyes o resoluciones, nos gusten o no, son señales que lanzan al mercado, y que por muy buena intención que tengan, si no se hace con cuidado, pueden generar un enorme daño.

Walter Gutiérrez es Exdefensor del Pueblo