Kike La Hoz

Medio país vive ahora mismo en negación. Como hace un mes luego de perder ante Australia. Convencidos de que un dios malvado ha decidido calendarizar con exactitud nuestro dolor. ¡Qué estaremos pagando, causa! Y es que aún en estas horas cuesta imaginar la vida sin , el ‘bebito fiu fiu’ de los hinchas rojiblancos. El entrenador que llegó con melena de profeta hablando de unión y confianza entre peruanos y se convirtió en redentor exactamente al tercer año de su gestión. El líder simbólico de una patria huérfana que duró mucho más que nuestros últimos cinco presidentes juntos.

Siete años y tres meses inolvidables. Un septenio en el que le ganamos a Brasil luego de cuatro décadas, conquistamos Asunción y Quito para la historia, llegamos a un mundial después de treinta y seis años, recordamos qué es jugar una final de Copa América, silenciamos Barranquilla y nos quedamos a un estornudo de otra clasificación histórica. La síntesis es arbitraria e incompleta, está de más decirlo. Hubo más. Mucho más. Una vida no cabe en un párrafo. Un puñado de futbolistas se convirtió en figuritas cromadas que habitarán para siempre el desván de la nostalgia. Miles formaron parte de esa hermandad del sudor proclamada como La Mejor Hinchada del Mundo. Dos millones de niños peruanos podrán decir que nacieron en la era del Tigre. Y un país enteró descubrió que al menos podía reconciliarse por una pelota. Pactar un armisticio de noventa minutos. Como escribió mi buen amigo y periodista Renzo Gómez Vega en el libro “Benditos” (Magreb, 2018): “A un pueblo dividido por la piel, el sexo, la religión y la memoria, un hombre llamado Ricardo Gareca le concedió una razón vital para unirse. Por una noche. Por unas horas”.

La belleza de un haiku. Un tigre hecho poesía.

Para algunos, un milagro bíblico de un hombre flaco y greñudo. Para otros, un sueño que ya nos merecíamos después de una pesadilla deportiva de fin de siglo que llegó –quizá no sea una coincidencia– con la devaluación y cientos de cochebombas. Pero no, no fue un sueño. Es imposible: siempre estuvimos despiertos, encaramados sobre una butaca, encandilados ante un televisor, secuestrados por una radio a pilas. Un sueño jamás puede durar tanto. Siete años y tres meses no se viven con los ojos cerrados.

Lo único cierto es que Gareca se ha ido y todo ha vuelto a ser más o menos como era antes. Empezamos a buscar culpables (aunque hay que reconocer que Agustín Lozano hace méritos para que haya consenso); recordamos que el sistema deportivo que sostiene a la es un páramo habitado por rufianes con chavetas; maldecimos por no haberle exigido más a los clubes en todos estos años; y nos encargamos de seguir cavando esa grieta que aparece cada vez que debemos ponernos de acuerdo en algo: o estás en el bando de los que estarían dispuestos a yapear cinco soles para la continuidad de Gareca o formas parte de los malagradecidos que en el fondo se alegraban cuando la selección perdía. No hay lugar para matices. En esta pugna de sacristía, es imposible no acabar pisando una estampita. Solo hay espacio para una lógica binaria: “¡por favor, que se quede!”; “muchas gracias por todo, pero adiós”. Piadosos y blasfemos.

No es posible aplaudir el enorme legado de Gareca y cuestionar sus desaciertos en lo futbolístico. Menos aún si se le piensa desde los vínculos con el poder. Así como más de una ceja se levanta si el debate implica responsabilizarlo de perder la clasificación a Qatar, algo similar ocurre si se recuerda que no tuvo reparos en creer durante años el falso discurso reformista de Edwin Oviedo y Agustín Lozano, responsables de que, después de siete años de bonanza de la Federación Peruana de Fútbol, el fútbol peruano siga siendo un cuadro expresionista de la decadencia: una cancha con huecos, jugadores impagos y una gavilla de dirigentes atornillados al cargo.

La hermosa isla que construyó Gareca para sobrevivir nos hizo ser felices por siete años y tres meses. Pero nos hizo olvidarnos también de que acá en la orilla el mundo seguía ardiendo. Y hemos estado tan acostumbrados a la chapucería de las anteriores gestiones y a la falta de liderazgo de los entrenadores precedentes que a Gareca somos capaces de perdonarle todo. Incluso que nos haya hecho creer que la reestructuración al fin vendría con una nueva renovación. Tomará un tiempo darnos cuenta de que esa isla, en la que contemplábamos a la selección como a un tigre de fantasía, único en su especie, no puede existir más. Quizá sea el inicio de una etapa de refundación. Un territorio agreste donde nos espere la nada. Algo parecido a un terreno vacío mucho antes de la siembra.

A Gareca le tocó hacer lo que pudo. Y, por supuesto, acertó, creyó, intentó, compartió, luchó y falló en el camino. En su primer día como técnico de la selección nos dejó un mandamiento que bien podríamos aplicar ahora que la transición ha empezado: “No hay nada imposible cuando uno está unido, cuando uno tiene un objetivo claro. Yo creo en el jugador peruano”. Y puede que no lo sepa, pero siete años y tres meses después, se ha marchado dejándonos una última enseñanza. La más importante: debemos ser capaces de construir un sistema en el que incluso a él no terminemos extrañando.

Kike La Hoz es periodista y director de la revista digital “Sudor” https://revistasudor.com/

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