En democracia, el Derecho penal es un instrumento protector de los ciudadanos, pero en una dictadura se convierte en el brazo armado del gobierno contra sus enemigos. No es algo nuevo en el Perú si se tiene en cuenta la historia de los últimos gobiernos militares (1968 a 1980), pero también lo acontecido en el de Alberto Fujimori tras el autogolpe del 5 de abril de 1992. Las dictaduras contemporáneas no toman el poder por las armas: ganan elecciones, suelen ser populares, reforman la Constitución, legalizan las reelecciones y someten a las instituciones del Estado.
Nada de esto tendría ahora relevancia si no fuera por las dudas sobre las credenciales democráticas de los dos candidatos de la segunda vuelta electoral de 6 de junio. Keiko Fujimori soporta el pasivo del gobierno de su padre, y el suyo propio, tanto por las investigaciones penales en su contra que incluye una acusación por lavado de activos con un pedido de 30 años de prisión, como por la conducta de la bancada mayoritaria que lideró entre 2016 y 2019, y que le permitió censurar ministros, gabinetes enteros y forzar la renuncia de Kuczynski. La carga de Pedro Castillo tampoco es despreciable. Al origen autocrático de su ideología partidaria (marxismo, leninismo, chavismo, etc.), se suman sus anuncios de reforma de la Constitución fuera de los cauces constitucionales, el “cierre” del Tribunal Constitucional, de la Defensoría del Pueblo, la estatización de las industrias extractivas, el control de los medios de comunicación, etc.
“Derecho penal del enemigo”, “Derecho penal de emergencia”, “Derecho penal máximo”, “Derecho penal de aseguramiento”, son algunas de las denominaciones para el uso instrumental del Derecho penal en una autocracia. Aquí, el Estado no habla con sus ciudadanos, sino amenaza a sus enemigos. La pena no persigue la reinstauración o confirmación de la norma infringida, la pena no significa nada, solo tiene como fin el aseguramiento cognitivo, contra fáctico o coactivo de la norma, como describen los profesores Günther Jakobs y Miguel Polaino-Orts.
En una autocracia se relajan las garantías del derecho penal y procesal penal. Se pueden criminalizar conductas “nocivas” para la economía, como el cambio informal de dólares, la remesa de dinero al extranjero o la distribución anticipada de utilidades de una empresa que no quiere reinvertir más en el país. También se puede penalizar la difusión de noticias, a través de las redes sociales o los medios de comunicación, que el gobierno considere falsas o que difaman a sus autoridades. La protesta y toda forma de disidencia política puede ser anticipada o aplacada a través de los aparatos de seguridad del Estado. Y aún más, la eficacia de la respuesta punitiva sólo es posible si el gobierno toma el control del Poder Judicial, el Ministerio Público y el Tribunal Constitucional, como sucedió a fines de los noventa en el Perú.
Frente a estos riesgos, el Tribunal Constitucional ya ha dejado en claro que en un Estado constitucional democrático no puede distinguirse entre Derecho penal del ciudadano y Derecho penal del enemigo, de modo que en el primero rijan los fines constitucionales de la pena y, en el segundo, no quede “otra alternativa más que su total eliminación”, pues ello conspiraría contra el principio de dignidad humana y el principio político democrático.
Aunque no sabemos quién será el próximo gobernante, la comunidad jurídica, la ciudadanía en general, deberá defender la vigencia de la Carta Magna. Y es que la única barrera frente al riesgo de un gobierno autocrático es la Constitución. Como destacan los profesores Ignacio Berdugo Gómez de la Torre y Laura Zúñiga Rodríguez, el programa penal de la Constitución alberga un conjunto de garantías irrenunciables frente al poder punitivo del Estado, ante el abuso del poder público. Principios liberales como los de legalidad, lesividad o proporcionalidad son el principal escudo a salvaguardar en un Estado de derecho, ante todo intento de tratar al disidente o al oponente como un enemigo.
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