"Jaime Saavedra fue la primera baja de un espiral de confrontación que resultó en la juramentación de cuatro presidentes y más de 250 parlamentarios en un solo período de gobierno." (Ilustración: Víctor Aguilar Rua)
"Jaime Saavedra fue la primera baja de un espiral de confrontación que resultó en la juramentación de cuatro presidentes y más de 250 parlamentarios en un solo período de gobierno." (Ilustración: Víctor Aguilar Rua)
Mauricio Zavaleta

Escribo esta columna mientras las mesas se instalan y los primeros electores se acercan a las urnas. Cuando sea impresa, los votos estarán siendo contados y quizá no tengamos aún una proyección certera de quién será el ganador. La moneda está en el aire, y escribir en el último día de un proceso agobiante se hace difícil. No solo es que ambos candidatos generan dudas razonables sobre su compromiso con las instituciones democráticas, sino que, en medio de la polarización, una cobertura mediática dispar, el uso de vacíos legales para apoyar de manera anónima a una candidata y gritos adelantados de fraude, la democracia peruana languidece.

Naturalmente, este proceso de deterioro no se inició la noche del 11 de abril, cuando fueron anunciados los resultados de la primera vuelta, sino mucho antes, en otra elección, cuandoganó la segunda vuelta más ajustada de nuestra historia. Jaime Saavedra fue la primera baja de un espiral de confrontación que resultó en la juramentación de cuatro presidentes y más de 250 parlamentarios en un solo período de gobierno. Todos sabemos quién tiró la primera piedra. Sin embargo, la crisis de gobernabilidad no es monocausal y recae en los agentes de un sistema donde la democracia ha pasado a un segundo plano.

A inicios de la década pasada, el panorama era diferente. El Perú vivió una pequeña –y fugaz– primavera democrática tras el derrumbe del gobierno de. Valentín Paniagua entregó la banda a un presidente electo democráticamente y los partidos políticos fueron brevemente revitalizados tras años de insignificancia. En estos primeros años, hubo un consenso entre las élites de reconstruir las instituciones petardeadas por Fujimori. Este acuerdo ha sido calificado por Alberto Vergara como el intento de establecer un “régimen político simétricamente opuesto al Fujimorato”. Ello incluía, entre otros aspectos, devolver la autonomía a las entidades electorales, garantizar la independencia de las cortes, fortalecer a los partidos y asegurar el control civil de las Fuerzas Armadas. En esencia, revertir el régimen autoritario construido en la década de 1990. Volver a empezar.

Este espíritu, lamentablemente, se diluyó más rápido que tarde, y la democracia prosiguió bajo el motor de un PBI que, como pocas veces en nuestra historia, estuvo permanentemente al alza. Las élites, políticas y económicas, abandonaron los consensos en materia institucional y se dedicaron a esparcir la buena nueva del crecimiento. Hoy, sumidos en la incertidumbre económica y habiendo perdido a más de 180 mil compatriotas a causa de la pandemia, resulta extraño recordar que hace una década el discurso de nuestras élites era de un optimismo desmedido: el Perú había superado sus taras históricas y se dirigía al primer mundo. El desarrollo estaba a la vuelta de la esquina.

Paradójicamente, este mismo desdén en las instituciones impediría el ingreso del Perú a la OCDE, un organismo que agrupa a las democracias avanzadas. Tocamos la puerta y no pudimos ingresar, una suerte de preludio de lo que vino después. El consenso del 2000, único sustento de la democracia peruana durante 15 años, no resistiría el embate de una oposición desleal, proveniente de la fuerza política que se buscó neutralizar originalmente. El reconstituido, liderado por , tuvo la oportunidad de demostrar al país que era capaz de jugar con las reglas de la democracia. No lo hizo. Por el contrario, repitió el patrón de abuso de poder que tiempo atrás había realizado desde el Ejecutivo, encubrió funcionarios acusados de corrupción y permitió el aprovechamiento del cargo de sus parlamentarios.

Con estos antecedentes, proponer que el voto por Keiko Fujimori era un voto por la democracia, como se ha dicho durante semanas, solo puede ser un acto de profundo cinismo o ignorancia. Esto no debe leerse como una defensa de . El embudo del 11 de abril dejó dos opciones que solo garantizan el deterioro de la gobernabilidad democrática, pero bajo mecanismos distintos. Castillo, de ser electo, será un presidente extremadamente débil, sin la posibilidad real de gobernar. Por una parte, no parece tener la habilidad política necesaria para abrirse un camino propio en la presidencia (como lo hizo Vizcarra) y tendrá que enfrentar la marea de los medios de comunicación, la tecnocracia y el Congreso de la República. Estas condiciones nos alejan de un escenario como el de Venezuela, sí, pero nos acercan a la continuación de la inestabilidad y la búsqueda del aval de las Fuerzas Armadas, como lo hicieran tanto Vizcarra como Merino meses atrás. La democracia pierde.

Pero también pierde con Fujimori. Hace unos meses, Daniel Encinas hacía hincapié sobre la importancia de los adjetivos para hablar de estabilidad, la cual puede ser democrática o autoritaria. Keiko Fujimori representa la segunda. Lo ha dicho ella misma con una palabra: demodura. Y lo ha confirmado con sus actos como jefa de la oposición. Durante la campaña, nos ha recordado que la historia puede ser reescrita, incluso si esta no guarda vinculación con la realidad. A diferencia de Castillo, Keiko tendrá un Congreso mucho menos beligerante y el agradecimiento de quienes vieron en su contendor la espada perdida del comunismo. La democracia pierde. El consenso del 2000 se agotó y ya no alumbra.