Después del golpe militar que derrocó al presidente Fernando Belaunde e instauró doce años de dictadura, reelegimos al mandatario defenestrado para que nos gobernara entre 1980 y 1985. En las elecciones siguientes, el retiro de Alfonso Barrantes permitió ungir de inmediato a Alan García como Jefe de Estado sin necesidad de un balotaje. Luego de su (desastroso) primer gobierno estrenamos ese mecanismo para dirimir la contienda entre el favorito Vargas Llosa y el triunfador Alberto Fujimori, quien permaneció en el poder hasta noviembre del 2000. Desde entonces nos hemos habituado a ese ritual que reduce la elección a los dos candidatos vencedores.
La historia de las segundas vueltas no registra mayores sobresaltos en la campaña de las duplas favorecidas en las ánforas. Sorprende por tanto la situación explosiva que enfrenta a los inesperados triunfadores de la extensa lista de 18 candidatos que compitieron en las elecciones generales del 11 de abril. Una pugna que se dio después que la discutida autoridad electoral –un JNE sin el pleno legal de 5 miembros– declaró improcedentes cuatro candidaturas, y provocó el retiro de una quinta (el Apra), recurriendo a los formalismos que hasta ahora mantiene para librarse de predicamentos complicados.
Sin embargo, no se puede negar que el elector dispuso de un variado y colorido abanico de alternativas para escoger. El votante tuvo un menú con profesionales de alta gama, personajes de reprobable pasado y ciudadanos totalmente desconocidos e inapropiados para ejercer la primera magistratura de la Nación. El elector podría haber preferido los candidatos que reunieran las mejores condiciones para representarlo y gestionar la administración del interés público a fin de asegurar el progreso de todos y resolver los graves y numerosos problemas que aquejan a los ciudadanos de un país tan diverso, complejo, desordenado y conflictivo.
Pero una buena elección supone un voto responsable, un sistema electoral adecuado y autoridades competentes e independientes para conducir y dirimir procesos tan contenciosos e importantes para la paz y el desarrollo de la Nación. No hay buenos políticos con malos electores. Así lo demuestran los comicios presidenciales y congresales de los últimos cuatro quinquenios en que los errores del elector han sido mayores que sus aciertos.
También demuestran que, lamentablemente, los electores peruanos no aprenden. Todo lo contrario. Olvidan y desprecian la experiencia. El importante voto que ha recibido el maestro de primaria Pedro Castillo evidencia la elevada preferencia por un perfil profesional del que es imposible esperar una buena gestión gubernamental precisamente en beneficio de quienes han optado por él. De aquellos que asumen (infantilmente) que la preparación, la eficiencia y la experiencia no son requisitos indispensables para administrar un país con tantas dificultades y problemas como el nuestro.
En un Perú con dos siglos de frustraciones y que arrastra problemas inmensos, ¿es acaso razonable que en su fuero interno, el señor Castillo haya considerado que reúne las enormes condiciones y la formación profesional que implica un ejercicio responsable de la Presidencia de la Nación? ¿No es preocupante que la mayoría rural del país haya pensado que basta con la buena voluntad e intención de su candidato para que sea un administrador eficiente; un presidente capaz de impulsar el progreso del Perú en un mundo cada vez más globalizado y competitivo?
La democracia garantiza a todo ciudadano el derecho de elegir y ser elegido. Pero solo funciona bien cuando es administrada por los mejores; cuando se elige a los más diestros para superar las complejidades y conflictos derivados de la vigencia de su bien más preciado: la libertad. Un bien que solo puede ser preservado si los electores y los elegidos comparten las responsabilidades que impone la condición de ciudadano.
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