Alix Godos

El ordenamiento de la contempla el principio de subsidiariedad proveniente del pensamiento socialcristiano. En virtud de este principio, el centro de las decisiones sociales y económicas se encuentra en la autoridad más cercana posible a la persona concreta, lo que significa que la persona prevalece sobre las instancias intermedias y estas, a su vez, prevalecen sobre el Estado.

Las dimensiones de este principio son las siguientes: (i) Primacía de la autorresponsabilidad del individuo –el Estado no debe hacer lo que las personas pueden realizar mediante su propio esfuerzo–; (ii) responsabilidad de la sociedad para con cada uno de sus miembrosel Estado no puede negar protección y apoyo (asistencia solidaria) en los casos en los que la persona no pueda ayudarse a sí misma–, y; (iii) el postulado de reducción subsidiaria –la asistencia solidaria debe retirarse en cuanto la persona pueda valerse por sí misma (Ver Hans Jürgen Rösner; “Crisis financiera: redescubrimiento de la Economía Social de Mercado”)–.

Cuando la persona no puede ayudarse a sí misma, es la asistencia solidaria la que determina el nivel de cohesión social, debiéndose tener claro que el exceso de la misma conlleva al asistencialismo, erosiona la responsabilidad del individuo haciéndolo dependiente de la ayuda estatal y pone en peligro su propia autorrealización. Pero la falta de dicho elemento conlleva a la configuración del homo hominis lupus.

La Constitución de 1993, acogiendo el marco conceptual antes expuesto, estableció que, solamente autorizado por ley expresa y en razón de alto interés público o de manifiesta conveniencia nacional, el Estado puede realizar, de manera subsidiaria, actividad empresarial directa o indirecta. Esto tuvo un efecto dramático en la actuación del Estado, puesto que, antes de la adopción del principio de subsidiariedad a nivel constitucional, su intervención era indiscriminada en todos los ámbitos de la economía.

Para efectos ilustrativos se muestra el panorama de finales de los años 80. Las empresas estatales controlaban entre el 15% y el 20% del PBI, el 28% de las exportaciones y el 26% de las importaciones; el Estado monopolizaba los servicios básicos (electricidad, hidrocarburos y telecomunicaciones); la participación del Estado alcanzaba el 60% en el sistema financiero y el 35% en minería; también participaba en pesca, comercialización de alimentos, etc.; y, entre 1970 y 1990, la pérdida acumulada de estas empresas fue de aproximadamente US$7.100 millones (US$2.500 millones en los 70; US$3.000 millones en el período 1980-1985; y US$1.800 millones en el período 1986-1990). (Ver IPE; “Las Privatizaciones y Concesiones”).

Bajo el principio de subsidiariedad –el que, por cierto, no se ciñe únicamente al rol empresarial estatal–, el Estado peruano dejó de ser empresario y la iniciativa empresarial quedó a cargo del sector privado, procediéndose a la venta (privatización) de aproximadamente 160 empresas, lo que eliminó la mayor de las causas del crónico desequilibrio fiscal y ayudó a superar la gravísima crisis económica que, en gran medida, había sido causada por la administración de empresas deficitarias.

Frente a lo anterior, resulta incomprensible que en el debate nacional se discuta volver al estado empresario, que es lo que plantean quienes reclaman una asamblea constituyente, pero que hacen mutis total frente a (que no fue vendida en los 90), una empresa estatal deficitaria que hoy adeuda más de US$7.200 millones. En la medida en que dicha deuda, en última instancia, deberá ser pagada con dinero de todos los peruanos –US$7.200 millones que debieran destinarse a salud, educación, justicia y seguridad interna–, lo que sí debe ponerse a debate es esta injusta situación a la luz del principio de subsidiariedad.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Alix Godos es abogado por la Universidad de Piura

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