El 28 de octubre de 1746 un violento terremoto seguido de un tsunami destruyó el Callao. Las pérdidas en vidas humanas y bienes materiales fueron incalculables. Cuentan los cronistas que los cadáveres de miles de víctimas fueron varados en los días posteriores a la tragedia. Lo inmanejable de la situación no permitió que los muertos recibieran cristiana sepultura y mucho menos fue posible ayudar a los lisiados, quienes vagaban alucinados entre los escombros de la otrora pujante ciudad.
El terrible terremoto definió el futuro del Callao, pues, con el asedio de 1815 por parte de las fuerzas patriotas, colaboró a su declive del cual no se recuperaría sino hasta mediados del siglo XIX, cuando el ferrocarril lo integró a Lima. En ese contexto, el puerto virreinal pasó a ser por muchos años un “panteón melancólico” donde algunos aseguraban ver la imagen espectral y sumergida del antiguo Callao.
El embate de la delincuencia organizada y el narcotráfico –que mina los cimientos materiales y morales del primer puerto– me hizo recordar esta vieja historia que alguna vez la escuché a mi padre. Como chalaca que soy, nacida en la Maternidad de Bellavista, guardo imágenes imborrables del antiguo Callao previo a su colapso actual.
La hermosa calle Lima cubierta de árboles frondosos y de pequeños negocios; el Pingüino, con sus helados y sánguches variados; el cine Badell, donde alguna vez vi a Pedrito Rico, y las zapaterías donde mi papá nos llevaba a mis hermanas y a mí, cada temporada. Recuerdo como si fuera ayer, mis viajes en Büssing al colegio San Antonio, donde recibí la educación de la cual me enorgullezco. Por ello, cada vez que regreso al Perú, vuelvo al lugar donde mis ancestros irlandeses arribaron a mediados del siglo XIX buscando labrarse un futuro mejor.
Vuelvo al Callao para recordar de donde vengo, pero, también, para ver si en el aroma del café recién pasado o en los puestos de fruta hermosamente arreglados puedo convocar a la infancia feliz que viví en sus calles y en las de La Punta. Ello es cada vez más difícil de lograr. En los últimos años he visto con tristeza el declive del Callao.
La proliferación de su lacra principal –la delincuencia– tiene que ver con la mirada extraviada de cientos de jóvenes que forman parte de los cuerpos de seguridad del gobierno de turno. Por otro lado, un ejército de esclavos de la droga es la base social de las decenas de bandas que luchan por un territorio por el cual transitan los cargamentos de la mejor cocaína del mundo. La droga ha penetrado en el tejido social de un puerto cuyas entradas por el canon han sido despilfarradas, por no decir robadas, por los personajes que ahora nos quieren dar lecciones de “seguridad ciudadana” en medio de un estado de emergencia que, indudablemente, favorece a sus propios intereses.
El primer puerto de la república merece una vida mejor para sus habitantes. El “populismo lumpen” de los conciertos de salsa, las piscinas en cada esquina y el canje de armas por dinero ha destruido el amor por la educación, el trabajo y el progreso basados en el esfuerzo constante. Además de vencer a la corrupción y la delincuencia que lo corroe, el Callao necesita ofrecer un futuro a tantos jóvenes que hoy enfrentan el peor terremoto social, político y económico de su larga historia. La cultura y la educación son parte de la solución.