"La transformación del G-20 en una plataforma para tácticas estrechas, egoístas y centradas en la imagen es un síntoma de un orden global sin timón". (Ilustración Giovanni Tazza)
"La transformación del G-20 en una plataforma para tácticas estrechas, egoístas y centradas en la imagen es un síntoma de un orden global sin timón". (Ilustración Giovanni Tazza)
Ana Palacio

En el período previo a la cumbre del G-20 de este año en Buenos Aires, los observadores han estado hablando de la reunión entre el presidente chino Xi Jinping y el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Pero con el anuncio de que la actual “bestia negra” internacional, el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohammed bin Salman (MBS), asistiría al evento; seguido del ataque naval de Rusia contra los barcos ucranianos en el estrecho de Kerch, la reunión parece repentinamente una ocurrencia tardía.

Ahora, en lugar de buscar fotos de Trump y Xi, los medios del mundo analizarán las interacciones entre MBS –acusado de ordenar la brutal tortura y asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi en el Consulado de Arabia Saudí en Estambul– y el presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan. El encuentro entre el presidente ruso, Vladimir Putin, y la canciller alemana, Angela Merkel, que habría sido incómodo incluso sin el reciente ataque a Ucrania, también será sometido a un gran escrutinio.

Nada de esto es el punto de una cumbre del G-20. Lo que solía ser un foro efectivo de gobierno global ahora se ha degenerado en una especie de teatro kabuki –un fiel reflejo de la medida en la que el orden global ha perdido el rumbo–.

Después del estallido de la crisis financiera del 2008, el G-20 actuó como un comité internacional de crisis, mitigando el desastre al inyectar liquidez en los mercados de todo el mundo. La efectividad de las cumbres del 2008 y 2009 generó esperanzas de que, en un momento de rápidos cambios, esta plataforma emergente, que comprende economías que representan el 85% de la producción mundial, podría servir como un cuerpo de bomberos mundial. Sin estar sujeto a reglas de procedimiento o restricciones legales, podría responder rápidamente cuando se necesite. Incluso se habló de la intervención del G-20 en una amplia gama de áreas, posiblemente llegando a eclipsar al Consejo de Seguridad de la ONU.

Pero, como suele ocurrir, en la medida en que disminuía el sentido de urgencia, también lo hacía la voluntad de enfrentar profundos desafíos estructurales. A medida que se fue institucionalizando, el G-20 perdió su vitalidad. Propuestas importantes, como las reformas de votación del Fondo Monetario Internacional, no se implementaron. Al mismo tiempo, la agenda del G-20 se llenó con temas que iban desde el cambio climático hasta la igualdad de género, convirtiéndolo más en un foro de discusión que en una plataforma de acción, en un momento en el que el mundo necesita un actor dinámico y proactivo.

Sin duda el G-20 ha ofrecido un marco conveniente de coordinación de respuestas y, a veces, para generar y difundir ideas políticas innovadoras. Pero incluso esa funcionalidad limitada se ha oscurecido últimamente, en gran parte debido a Trump, que ve los foros multilaterales no como mecanismos importantes para coordinar la acción internacional, sino como oportunidades para proyectar fuerza.

La reciente cumbre de la APEC en Papúa Nueva Guinea es un ejemplo de ello. La competencia chino-estadounidense, en lugar de respuestas políticas concretas o coordinación, dominó las discusiones, hasta el punto de que la cumbre ni siquiera terminó con un comunicado final (hecho histórico en los 25 años de la APEC). De manera similar, en la Cumbre del G-7 de junio en Quebec, Trump retiró el apoyo de Estados Unidos al comunicado final, luego de una disputa personal con el primer ministro canadiense, Justin Trudeau.

Ahora, el G-20 es poco más que un teatro de poder. Las imágenes de MBS en la cumbre, interactuando con otros líderes mundiales, distraerán la atención de sus acciones, señalando una aceptación internacional tácita de su comportamiento y abriendo el camino para un retorno al statu quo.

Del mismo modo, si la cumbre concluye sin una condena unificada a las acciones de Rusia en el estrecho de Kerch, Putin habrá obtenido una importante victoria: la aceptación tácita de la comunidad internacional de su anexión ilegal de Crimea.

¿Podría la esperanza de utilizar la cumbre del G-20 para normalizar su agresión contra Ucrania haber influenciado la decisión de Putin de presentar el problema de la libertad de navegación en el estrecho de Kerch en este momento en particular?

La transformación del G-20 en una plataforma para tácticas estrechas, egoístas y centradas en la imagen es un síntoma de un orden global sin timón. Sin un impulso claro para la reforma y una falta de liderazgo internacional, el G-20 está a la deriva. Mientras los que deberían dirigir la nave estén preocupados por las fotos, no volverán a su curso.

Este no tiene que ser el caso. Los líderes del G-20 pueden –y deben– negarse a sonreír ante las cámaras y barrer todo bajo la alfombra. Su condena a Putin y MBS no cambiará el comportamiento de ninguno de los líderes, pero enviará el mensaje de que, al menos, el bien y el mal todavía tienen un significado en el escenario internacional.

El G-20 ya no es un agente de acción o incluso un organizador de la agenda global. Lo menos que pueden hacer nuestros líderes es evitar que se convierta en un vehículo para legitimar actos ilegales. Esto es bajar la valla, pero así estamos.

–Glosado y editado–