Marcos Cueto

Tras el trágico recrudecimiento del en el hay una historia de desidia y negligencia. Hace 40 años el dengue no era un problema de salud pública. Inclusive en 1958, el Perú recibió de la Organización Panamericana de la Salud un certificado por haber erradicado el mosquito Aedes aegipty en su territorio (lo que supuestamente controlaba el dengue y la fiebre amarilla urbana). Toda esta ilusión generó una secuencia de complacencia. En 1984 apareció de nuevo el mosquito en Iquitos, en 1990 se registraron en Iquitos y Tarapoto de dengue hemorrágico –la más letal de las versiones de la enfermedad–, y al asomarse el siglo XXI el dengue era endémico en la costa norte del Perú. Recuerdo que cada uno de estos acontecimientos fue banalizado por las autoridades con frases falaces como “se trata de un mosquito aislado o casos importados”, “lo normal es que tengamos solamente la versión no letal del dengue” y “no existe posibilidades que se extienda a Lima porque la capital tradicionalmente ha tenido baja transmisión”. Otra ridícula explicación era que en realidad no había nada local que cobijase al insecto porque se trataba del mosquito “narco” que había venido con las avionetas de cocaína que aterrizaban en la selva después de haber partido del Caribe donde la enfermedad era endémica. Y que todo acabaría felizmente con la guerra a las drogas en la que nos estaba ayudando los Estados Unidos.

Además de banalizar el peligro, se apeló a medidas insuficientes y voluntaristas como recolectar latas y llantas así como otros desechos “inservibles” que –aunque parecen no tener valor– son guardados como un tesoro por los más pobres, el uso de mosquiteros, incursiones irregulares de los trabajadores de salud –y hasta de soldados– para hacer fumigaciones o la buena voluntad de las familias por limpiar el agua contaminada que usaban. Pero poco o nada se hizo para resolver una causa que sostiene la enfermedad: la debilidad de la vigilancia epidemiológica y de los programas de control de mosquitos en los cada vez más precarizados sistemas de salud que no fueron una prioridad para los ajustes de los programas estructurales neoliberales ni un tema pertinente para los servicios médicos privados.

Por otro lado, la mala calidad en el consumo de agua, la desnutrición y la mala nutrición –claves en la respuesta inmunológica negativa al dengue– han seguido siendo un grave problema. A ello se le sumó el proceso de urbanización sin sanidad básica adecuada en el que el país se ha empecinado, el incremento de los viajes nacionales e internacionales sin regulaciones sanitarias, la ganadería, la ilícita tala de árboles y la minería ilegal que crean las condiciones en las que florecen las larvas del Aedes. Además, las autoridades políticas mundiales permitieron un grave deterioro ambiental que hizo que los veranos fuesen más intensos, las lluvias más largas y la deforestación más extendida destruyendo los depredadores naturales de los mosquitos como son las ranas y las aves y, con ello, dejaron que el insecto transmisor extendiese su distribución territorial.

Ahora, el dengue está en Lima y en casi todas las regiones del Perú sobrecargando los hospitales, revelando los factores de riesgo y vulnerabilidad socioambiental del país y ensañándose con la población más pobre. Está, porque desde hace unos años, las autoridades y –a veces– nosotros mismos, tendemos a resignarnos a las epidemias como si fuesen fatalidades naturales inevitables, a consolarnos identificando un chivo expiatorio al que podemos culpar, desdeñamos la educación de nuestros compatriotas, así como la participación comunitaria en las acciones de salud, o nos creemos a ciegas en soluciones incompletas e inmediatistas. De esta manera, la historia de la salud es una metáfora de la historia política del Perú: el país tiene la vocación de regresar a sus problemas para no resolverlos. Como si nos deleitase vivir atrapados en un ciclo de crisis, parches y olvidos que nos impiden progresar realmente y vislumbrar el largo plazo.

La crisis sanitaria actual fue recrudeciendo con el COVID-19 como una epidemia invisible que toleramos porque parecía escondida dentro de una pandemia gritante. La cuarentena hizo casi imposible las fumigaciones y el mal diagnóstico se agravó porque algunos síntomas del COVID-19 –como los dolores de cabeza– son similares a los del dengue. Al final del 2020 habían más de 38.000 casos de dengue en el país, una cifra preocupante si se recuerda la epidemia del 2017 en la que hubo 68.000 enfermos de ese mal. Asimismo, el coronavirus dejó a miles de personas desempleadas, expuestas a la desnutrición y al Aedes. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) la situación del dengue hemorrágico latinoamericano en el 2021 es especialmente grave en el Perú, Venezuela, Brasil, las Guyanas y Colombia. Toda es parte de un problema mayor: el número de casos de dengue en la región aumentó en las últimas cuatro décadas, pasando de 1,5 millón de casos acumulados en la década de 1980 a 16,2 millones en la década del 2010 al 2019.

¿Hasta cuándo se va a repetir la historia? ¿Hasta cuándo la salud seguirá su patrón de emergencia recurrente?

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.


Marcos Cueto es historiador