Nunca me ha interesado demasiado la reina. Quizá sea por mi sangre irlandesa o quizá sea por mis raíces estadounidenses.
Luego de haber pasado mi carrera reportando sobre cuatro dinastías políticas disfuncionales, me resisto a la idea de que la biología te hace merecedor de tener autoridad.
El fantasma de una Diana que se rebeló anima el malogrado cuento de hadas de Meghan y Enrique y su excesivo intento por darle un vuelco a siglos de reglas inflexibles.
El peligroso tango que Diana bailaba con los tabloides le quitó a Enrique las ganas de jugar el mismo juego, sobre todo debido al dejo de racismo que existe en contra de Markle.
Cubrí el primer viaje de Diana como princesa de Gales a Estados Unidos en 1985. En ese entonces, se veía contenta; fue el año antes de que Carlos renovara su relación con Camilla Parker Bowles. Ella y el príncipe intercambiaban miraditas, guiños y bromas.
Me pregunté cómo lidiaría el príncipe Carlos con una joven esposa con tanta potencia estelar, que absorbiera tanto la atención.
La respuesta es que no lidiaba bien con esa situación. Doce años después, cuando sucedió aquella tragedia inimaginable, a los gélidos miembros de la familia real les enfureció la expectativa de tener que demostrar emociones por aquella mujer que había vociferado en contra de la monarquía.
En ese entonces, la familia real se encontraba en un gran lío, al igual que ahora. ¿Cómo podrían la reina y el príncipe Felipe y Carlos entender el deseo de Meghan y Enrique de presentarse como una empresa de estilo de vida tipo Goop? La noticia de que han solicitado registrar cientos de artículos con su marca Sussex Royal hace que el exilio de Wallis Simpson en las Bahamas parezca absolutamente monástico.
¿Acaso puedes decir que eres “independiente financieramente” cuando en realidad solo le estás sacando provecho a tu título?
Dado el estado del mundo y la implosión del Imperio Británico, es difícil sentir pena por la duquesa de Sussex. El pathos que inspira Markle, en su jaula de diseñador, tiene un límite.
De cualquier manera, creo que Meghan Markle debió haber hecho gala de su mentalidad progresista donde más falta hacía: en el Palacio de Buckingham.
Markle ya había inyectado con éxito dosis refrescantes de una innovación chic y semirradical a la familia real. Sus visitas a una mezquita que albergaba a londinenses que perdieron su hogar en el incendio de la torre Grenfell la llevaron a publicar un libro de cocina en el 2018, cuyas ganancias fueron para las víctimas.
En sus buenos momentos, la monarquía ha logrado animar al pueblo. Fui testigo de esa habilidad para transformar las emociones y opiniones cuando cubrí la visita de la reina a Irlanda en el 2011; era la primera vez en un siglo que un monarca inglés visitaba ese país. Fue imposible no sentirse impresionado al verla hablar en gaélico y expresar amargura sobre cómo Inglaterra había hecho sufrir a Irlanda.
La reina de Inglaterra se aferra a la idea de que ella y su familia tienen una especie de autoridad moral vestigial. Pero con el embrollo del príncipe Andrés en el escándalo de Jeffrey Epstein, y con la huida de Enrique, queda claro que a muchos en su familia no les interesa la autoridad moral.
El colapso de la autoridad de la monarquía británica refleja el colapso de las autoridades en general, laceradas por escándalos.
Sin embargo, aunque el papel de la realeza ahora sea parecido al de las Kardashian, no estuvo bien que Meghan y Enrique se enfrentaran a la reina, lanzaran su plan para un ‘megxit’ en Instagram e intensificaran la triste separación entre los hermanos.
¿Qué prisa hay por dejar de tener influencia verdadera para ser un ‘influencer’ de Instagram? Además, ¿qué clase de persona deja de seguir a su abuela?
–Glosado y editado–
© The New York Times.