Más allá de cómo termine o de por cuánto tiempo más tenga a millones de ciudadanos confinados, es innegable que el coronavirus (y la enfermedad que produce y que ha matado a más de 460.000 personas en todo el mundo, el COVID-19) cambiará varios aspectos de nuestras vidas, en el corto y mediano plazo y además –es de esperar– de forma definitiva. La importancia de desarrollar valores ciudadanos, de contar con un sistema de salud público de calidad, el valor de la investigación y desarrollo en las sociedades, el teletrabajo o la necesidad de establecer normas sanitarias en actividades que reúnen a multitudes (fiestas, conciertos, espectáculos y hasta mítines de campaña) forman parte de la ‘herencia’ de esta pandemia.
La educación, por supuesto, no ha sido ajena a esta tormenta de cambios. La imposibilidad de la continuidad educativa en el calendario anual cumpliendo, al mismo tiempo, las normas de distanciamiento social dictadas por el Gobierno, llevaron a que las clases tengan que migrar desde las aulas presenciales hasta escenarios remotos como las pantallas de nuestros dispositivos. El Ejecutivo, a través del Ministerio de Educación, tuvo que preparar, en un tiempo muy acotado, la estrategia pedagógica ‘Aprendo en Casa’, para que los estudiantes puedan seguir recibiendo clases, ya sea a través de la web o de medios tradicionales, como la televisión o la radio. Y también, instituciones educativas privadas vienen dictando clases de manera ‘online’ y contemplan seguir haciéndolo, hasta que el Minedu comunique la estrategia del regreso a la educación presencial.
Ante esta abrupta metamorfosis que hemos experimentado en la educación (la escolar, principalmente, pero también la superior), surgen entonces estas preguntas: ¿es viable pensar que cuando se levanten las medidas de distanciamiento social, el servicio educativo a distancia en las escuelas del Perú será sostenible, escalable y de calidad? ¿Cuáles serían los principales aprendizajes y los inconvenientes a superar? ¿Y qué es lo que ‘ganamos’ o ‘perdemos’ con este?
El primer dato a tomar en cuenta, quizá, es el de los medios a través de los que un estudiante puede recibir una clase a distancia; particularmente, el Internet. Según la Encuesta Residencial de Servicios de Comunicaciones (Erestel) del 2018 –el último del que se tiene registros–, el 73% de los hogares peruanos cuenta con acceso a Internet. Sin embargo, hay una diferencia notable entre los hogares de Lima Metropolitana (91,2%), los del resto urbano (76,5%) y los de las zonas rurales (36,5%). El sector que tiene menos hogares con acceso a Internet –el ámbito rural–, se conecta principalmente a través del Internet móvil (34,2%) antes que del fijo (2,2%); es decir, la conexión se logra gracias a que un miembro del hogar (pensaríamos que un adulto) tiene un celular que puede conectarse a Internet –ya sea porque cuenta con un plan de datos o porque se conecta a alguna red wi-fi–, por lo que cabría preguntarse cuánta seguridad existe de que ese dispositivo pueda estar ‘disponible’ para la educación de un escolar.
Pero la diferencia, como es previsible, no solo ocurre entre el ámbito urbano y el rural, sino también entre las variables socioeconómicas. Según el mismo sondeo, por ejemplo, el acceso a Internet en los hogares de clase A es del 97,6%, mientras que, en el otro extremo, en el E llega apenas al 43,3%. Es decir, la educación digital tendría un valor limitado, generando brechas de aprendizajes con respecto a estudiantes que sí tendrían acceso a la conectividad de Internet. Esto se agrava principalmente para los estudiantes cuyos hogares enfrentan otras desventajas como la pobreza o la escasez de servicios básicos. Cabría preguntarse cuán realista es plantearse, entonces, la posibilidad de instituir clases remotas cuando los medios para transmitirlas y hacer que lleguen a los hogares no están presentes de manera homogénea entre las zonas (urbana/rural) o las clases socioeconómicas. ¿Cómo democratizamos el acceso a esta herramienta?
Por otro lado, también es clave reflexionar sobre cuál debería ser el papel de la educación digital, pues es evidente que si esta se dedica solo a replicar lo que ya se hace en las aulas de manera presencial, se estaría perdiendo una oportunidad única para introducir mejoras con la ayuda de las herramientas tecnológicas. El 30 de abril pasado, por ejemplo, Inés Kudo enfatizaba en El Comercio: “el contenido que tu hijo aprende y las competencias que desarrolla en un año escolar las podría aprender con pausa y sin prisa en la mitad de tiempo, incluso menos. Lo que pasa es que en el colegio todos tienen que avanzar al mismo ritmo”. En ese sentido, la educación a distancia podría significar también –¿por qué no?– un cambio de paradigma en la manera y en los tiempos en los que se enseña.
Finalmente, después de la experiencia vivida por todos, cabe preguntarse si las clases presenciales, con la interacción que se produce entre docentes y estudiantes, y entre estos y sus compañeros y con el espacio, no contienen ‘algo’ único que no puede reproducirse en la educación a distancia. ¿Se trata solo de un tema de formatos (presencial/digital) o hay un valor o un añadido que no estamos tomando en cuenta?
Nota del editor: Esta columna forma parte de una serie de artículos en la que distintos especialistas, invitados por el área de Opinión de El Comercio, reflexionan sobre cómo la cuarentena que hoy cumple 100 días ha impactado en diversos ámbitos de nuestra sociedad.