La voladura parcial del puente de Kerch, que agrega dimensión geopolítica a la vinculación de Rusia con Crimea, y los ataques misileros rusos contra Kiev y un gran número de ciudades ucranianas expresan, de manera cada vez más peligrosa, el proceso de escalada del complejo conflicto en el este de Europa.
Si la autoría del atentado contra el puente no ha sido reclamada por nadie ello implica que fuerzas no regulares pueden haber intervenido en la acción. Y si la alegada precisión de los misiles rusos ha dañado tanto infraestructura vital ucraniana como edificios y población civil, se ratifica una de las características de esta guerra: la híbrida, en la que interaccionan los medios y blancos convencionales con los no convencionales.
Esa condición se manifiesta también en la inutilización de los gasoductos Nordstream (sabotaje tampoco reivindicado). Esa operación ha ampliado considerablemente el escenario bélico (en este caso, el mar Báltico) por agentes y medios no convencionales sin que la responsabilidad pueda atribuirse hoy a un Estado definido.
Ese peligrosísimo tipo de escalamiento podría ser instrumentado también por agentes dispuestos a manipular la amenaza rusa de uso de la fuerza nuclear. Ello ocurriría, por ejemplo, mediante el empleo de algún dispositivo nuclear “sucio” o de armas de destrucción masiva de manufactura “casera” sin que el responsable sea identificado. Cualquier retaliación que operase en el marco de doctrinas establecidas incrementaría la catástrofe.
Por lo demás, si al reclutamiento ruso (300 mil hombres) y el compromiso de Bielorrusia en el conflicto se suma el impulso de las alianzas (OTAN) o de asociaciones involucradas (la Unión Europea, la sino-rusa) a un involucramiento bélico mayor, o el de potencias emergentes (Irán, Corea del Norte) para activar conflictos latentes que contribuyan a la emergencia acelerada de nuevos polos de poder, la dimensión sistémica del conflicto se incrementará mientras que sus efectos globales se multiplican.
De esto último, el Fondo Monetario Internacional (FMI) ya dio cuenta al considerar el “shock geopolítico” como una de las variables manifiestas de un próximo escenario recesivo y como serio agravante del “cambio fundamental” de la economía global, hoy signada por la incertidumbre y la escasa predictibilidad. El ya castigado bajo crecimiento de este año (3,2%) y del próximo (2,7%), según el FMI, podría caer más mientras que el derrumbe del comercio mundial (del 3,5% hoy al 1% en el 2023, de acuerdo con la Organización Mundial de Comercio) ya ha sido proyectado.
En consecuencia, parece sensato que potencias e instituciones no involucradas directamente en el conflicto, pero que sufren sus consecuencias, promuevan, articuladamente, una negociación que vaya más allá del desescalamiento. Los acuerdos de Minsk (separación de fuerzas, diálogo político, regulación temporal del escenario, etc.) son un punto de partida ya probado por la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), y por Rusia, Ucrania, Alemania y Francia.
Si la reciente reunión de la Organización de Estados Americanos (OEA) en Lima consideró prescindente la materia a pesar de que la seguridad y economía regionales están bajo riesgo, parece necesario que el Perú y potencias afines seriamente afectadas se ocupen de este urgente asunto de manera ‘ad hoc’ y no solo a través de alguna resolución en la ONU.
No es fácil aceptar que la diplomacia peruana no considere que el escalamiento del conflicto en Europa del Este como un asunto de interés nacional. Limitarse a condenar en la ONU la anexión pseudojurídica de cuatro regiones ucranianas por Rusia o a observar cómo se vetan en el Consejo de Seguridad acciones vinculadas es inconsecuente con el rol del Estado en la comunidad internacional.