La mención al Acuerdo de Escazú –archivado definitivamente y no ratificado por el Congreso– que hizo el presidente Pedro Castillo en la última asamblea de la ONU me lleva a las siguientes reflexiones. El llamado Acuerdo de Escazú no es un tratado ambientalista en sí mismo, sino uno de derechos humanos que incluye la extensión de “nuevos derechos” a favor de organizaciones nacionales o extranjeras (registradas en el país), que resulta vinculante y exigible internacionalmente. Por ello, su aprobación requería constitucionalmente del voto y aprobación del Congreso. En este contexto, me pregunto ¿cuál es la finalidad de darle “doble protección” a derechos que ya están resguardados y por los que ya vela la legislación nacional en nuestro país?
El Acuerdo de Escazú versa, principalmente, sobre tres derechos: acceso a la información, participación pública y acceso a la justicia, todos ellos relacionados al medio ambiente. Para empezar, el “medio ambiente sano” ya es reconocido por el Perú a través del Protocolo de San Salvador de 1999. Por otro lado, el acceso a la información pública está garantizado tanto por el hábeas data señalado en la Constitución, así como por la ley de transparencia y acceso a la información pública. Por último, en cuanto a participación, el convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales, vigente en el Perú desde hace más de 20 años, señala claramente que las inversiones deben someterse a consulta previa “libre e informada”; para ello, contamos con la Ley 29785 –ley de consulta previa–, así como con fiscalías especializadas en materia ambiental (la primera creada en el 2018, en Madre de Dios), además del SINIA (Sistema Nacional de Información Ambiental de acceso al público). Es decir, el Perú ha avanzado notablemente en la regulación y protección de estos derechos frente a otros Estados que no los han desarrollado aún.
Considerando que los Estados deben mantener estrictamente su soberanía, tanto en lo que respecta a su territorio como a los recursos naturales que estos encierran, nos preguntamos, ¿por qué tendríamos que exponer entonces nuestros derechos soberanos y recursos internos a la mirada de cortes extranjeras que diriman sobre temas de índole absolutamente territorial y nacional? Y que conste que no estamos hablando de “inversiones extranjeras” en suelo peruano, sino del uso y usufructo de nuestros recursos y nuestras políticas de cuidado ambiental.
Los beneficiarios del Acuerdo de Escazú deberían ser las personas afectadas directa o indirectamente por las decisiones ambientales. Sin embargo, el artículo 2 del acuerdo dispone que por “público” se entienda a una o varias personas físicas o jurídicas. Ello extiende los “derechos” a todo tipo de organización, que queda habilitada a participar en la toma de decisiones ambientales e interponer demandas contra el Estado. En este sentido, es importante tener en cuenta que las ONG representan, por regla general, los intereses de quienes las financian y no necesariamente del bien común.
Lo correcto sería entonces que aquellos con “derecho” a participar en el proceso de aprobación de un estudio de impacto ambiental, por ejemplo, sean quienes se encuentran en el área de influencia directa o indirecta del proyecto, tal y como sucede con la Ley general de Minería. De otra forma, basados en el principio de la “participación ciudadana”, las ONG podrían, en la práctica, vetar emprendimientos en pesca, agro, minería, industria forestal y otras actividades, y dilatar el desarrollo del país, sin necesidad de mencionar algún interés especial, ni justificar las razones por las que esto se solicita.
La iniciativa abriría la puerta para permitir que cualquier grupo u organización nacional o extranjera pudiera usarlo como fachada para posibles fines poco transparentes y participar de la toma de decisiones sobre la gestión de nuestro territorio, en atención a sus propios intereses, y no necesariamente a aquellos que representen el bien común. Más grave aún, se pretendería, so pretexto de facilitar la producción de la “prueba” del daño ambiental, que la carga “probatoria” recaiga sobre el presunto responsable, lo que atenta contra el principio de licitud que deriva del derecho de presunción de inocencia previsto en el inciso 24 del artículo 2 de la Constitución.
El planteamiento de que la secretaría del acuerdo recaiga permanentemente en la Cepal y no que “rote” democráticamente entre los Estados, como sucede con los acuerdos en general, es un punto interesante que convendría examinar, pues se trata de un mandato inusual.
Llevar adelante proyectos de desarrollo que garanticen una conducta empresarial responsable que genere bienestar, garantizando la predictibilidad jurídica y administrativa para todos, son temas de interés común; pero, lo cierto es que la sola ratificación del Acuerdo de Escazú no paralizará ni impedirá las miles de actividades ilegales que se producen diariamente en nuestro país, ni detendrá las actividades ilícitas conexas de estas. Tenemos suficientes instrumentos nacionales para combatir y sancionar duramente la tala ilegal, la minería ilegal, la contaminación de recursos naturales y el narcotráfico, que son las actividades que justamente generan graves impactos al medio ambiente y atentan contra los recursos naturales y contra la vida de los defensores de derechos humanos en el país. Lo que falta verdaderamente es voluntad y compromiso político.
Por lo tanto, no suscribir un acuerdo como este no significa una negación a cumplir con la regulación ambiental y la protección de derechos humanos invocada sobre temas que ya están regulados en nuestro país.
Finalmente, sostenemos que, viviendo en democracia, todas las posturas y opiniones que genere una propuesta como el Acuerdo de Escazú deben ser atendidas con respeto y tolerancia, y cualquier discrepancia debe enfrentarse con un debate de ideas y argumentos, no con adjetivos ni descalificaciones. Recordemos que la intolerancia es el reflejo de la autocracia de las ideas y que, emulando a Popper, nuestra sociedad debe ser más bien intolerante con la intolerancia si lo que busca es vivir en paz.