Lo esencial es invisible a los ojos, por José Ignacio Beteta
Lo esencial es invisible a los ojos, por José Ignacio Beteta

El conflicto entre la empresa minera MMG Las Bambas y diversas comunidades de su zona de influencia es el primero de gravedad en este gobierno; no solo por la lamentable muerte del comunero Quintino Cereceda, sino porque la protesta se extiende a más comunidades –que no “luchan”, pero se solidarizan– y el diálogo no avanza. 

Y es que para quien ha trabajado o trabaja en este sector, esta crisis –a veces más leve, a veces no– es un fenómeno frecuente en el universo de la inversión minera. Universo poco conocido por analistas, periodistas y por la ciudadanía en general.

El conflicto es solo la cáscara. Puede ser noticia, pero es parte de la epidermis. Como reza la cita de Antoine de Saint-Exupéry, lo esencial es invisible a los ojos. La inversión minera genera una relación entre la empresa y las comunidades muy compleja, con altas y bajas, con momentos de ilusión y desgaste, con etapas de confianza y desconfianza; una relación “de a dos” con características particulares que debe ser analizada a fondo si se quiere buscar soluciones sostenibles.

¿Una nueva mesa de diálogo? No creo que sea eficiente. Una de las mejores  –la de Quellaveco, en Moquegua– a pesar de sus sinceros esfuerzos no fue capaz de solucionar temas de fondo y, poco después, el proyecto volvió a detenerse. Un mecanismo así parece útil, en el contexto minero, para construir acuerdos en el corto plazo (muy corto), mas no en el largo. ¿Comisiones especiales? Sirven para que el gobierno muestre públicamente que se “involucra”, pero no para mucho más. 

Ninguna de estas herramientas puede influir de manera determinante en una relación de largo aliento, con ideas previas históricamente afianzadas, hábitos (y malos hábitos) adquiridos, barreras culturales, intereses económicos desalineados, actores externos que buscan su fracaso, y un Estado con una regulación ineficiente y una postura débil.

¿Dónde mirar? Despejando el terreno de muchos temas que podrían parecer prioritarios, el problema de fondo está en el núcleo de cualquier actividad económica: el respeto al contrato. 

Cuando la empresa y la comunidad, en los albores de su relación “marital”, acuerdan el uso de la tierra para explotar un mineral, calculan, negocian, se comprometen frente a la ley, y la cantidad de documentos que se genera es impresionante. Se negocian no solo precios, sino todo tipo de programas de inversión social, contratación de mano de obra y proveedores locales, programas de becas, apoyos extraordinarios, etc. 

¿Con el primer contrato o acuerdo debería bastar? Sí y no. Sí, porque este debería proyectar de forma transparente y con un enfoque de valor compartido, lo que ambas partes tendrían que ganar en el largo período matrimonial que les espera. No, porque una operación minera no es “estable” por naturaleza, puede expandirse o contraerse al ritmo de contextos financieros o corporativos que escapan de las manos de quienes firmaron los primeros acuerdos. No, además, porque la permanencia de autoridades comunitarias en sus cargos es corta y cada nueva junta directiva suele “revisar” otra vez lo comprometido. 

¿Culpables en el conflicto? En una relación de a dos, la culpa es de los dos. Ambas partes se han acostumbrado a esta danza de revisiones y renovaciones de acuerdos, a este teatro de tirar y aflojar con las cartas sobre la mesa o debajo de ella. Siempre hay una razón importante, aunque no lo sea. Siempre hay que sentarse a conversar, aunque no se deba. 

Así, la mayoría de veces lo que llamamos “diálogo” consiste en una sutil y elegante patada al contrato, permitida y aprobada por ambas partes, que saben que prácticamente cualquier momento es bueno para una nueva negociación. No miremos el conflicto, vayamos a la trama. Se trata de una novela de amor y odio a veces tortuosa pero consentida que hoy, otra vez, nos obsequia un injustificado capítulo de terror.