Ser mujer e indígena en el Perú implica tener menores posibilidades de estudiar secundaria, rara vez obtener justicia cuando se es víctima de violencia y tener una esperanza de vida menor debido a enfermedades que en zonas urbanas ya fueron superadas. También supone enfrentar diversas formas de hostigamiento para acceder a un cargo comunal o experimentar actos de discriminación cuando quieren manejar solas sus tierras.
En Loreto, en la cuenca del río Chambira –a más de dos días en bote desde Iquitos– las mujeres del pueblo indígena urarina viven una situación que acentúa más sus desventajas. La lejanía de la escuela secundaria, los altísimos costos de traslado y el temor de los padres de que sus hijas se casen con un foráneo influyen para que no las envíen a estudiar. Solo dos mujeres indígenas de la cuenca asisten a la escuela secundaria.
Esto sumado a uniones matrimoniales tempranas (la mujer a los 13 años es “entregada” a un varón), altos niveles de violencia por parte de sus parejas, así como la poca participación femenina en asambleas comunales –su presencia se limita a estar de espaldas a los demás mirando fijamente las paredes–, van reforzando identidades disminuidas y la aceptación del abuso.
¿Cómo empezar a revertir esta situación? Una aproximación extremadamente asimilacionista podría llevar a pensar que los urarinas son una cultura atrasada y que se requiere, por tanto, de una intervención inmediata del Estado a fin de “civilizarlos” por su pérfido comportamiento. En el otro extremo, una visión culturalista impediría cualquier intervención en la zona, pues se tiene que proteger a la comunidad de toda influencia externa.
Ninguno de los dos enfoques es acertado. La formación de una sociedad plural que reconozca la diversidad plantea retos complejos a las sociedades democráticas, pues los valores de las comunidades pueden entrar en tensión. Sin embargo, esto no debe significar una excusa para desconocer derechos básicos.
En ese escenario es muy importante comprender que ninguna cultura es estática y que mediante el diálogo se pueden construir espacios que favorezcan la autonomía de las mujeres.
Obviamente no hay recetas normativas o institucionales para lograrlo fácilmente. Pero sí se necesitan cambios dentro del propio Estado, pues su actuación termina por reforzar la exclusión. El Ministerio de la Mujer, hasta el momento, no ha brindado a las mujeres indígenas el protagonismo que les permita construir sus propias estrategias de prevención y acompañamiento frente a la violencia.
Un ejemplo de ello es la norma vigente sobre violencia familiar que no tiene asidero en la realidad de las mujeres que viven en comunidades. Esta norma establece como sanción la realización de trabajo comunitario para el agresor, pero en una comunidad amazónica este tipo de labor no necesariamente es considerado un castigo sino parte de la vida en comunidad. Disponer el alejamiento del agresor de la casa de la víctima tampoco será posible de cumplir en comunidades pequeñas, ni menos encontrar un médico legista o psicóloga que acredite las lesiones.
Si no se corrige este rumbo, no solo nos llenaremos de normas y planes inaplicables en dichas zonas, sino que reeditaremos el mismo sinsentido que se pretende cambiar. Por ello, se necesita redefinir la estrategia del Estado para que no siga, bajo el convencimiento de la ayuda, tomando decisiones de espaldas a las mujeres indígenas.