La muerte es incómoda, qué duda cabe, y en una sociedad como la peruana –en la que decir “no” está mal visto– decir “no, gracias, déjenme morir” pareciera ser más de lo que algunos están dispuestos a tolerar.
El 30 de enero, la Tercera Sala Constitucional de la Corte Superior de Lima reconoció el derecho constitucional de María Benito a rechazar el tratamiento médico que la mantiene artificialmente con vida: un respirador mecánico que Essalud se niega obstinada y absurdamente a desconectar. Essalud se negó primero a cumplir lo que las leyes peruanas permiten y ahora se niega a cumplir lo que una sentencia firme ordena. La excusa: médicos que alegan objeción de conciencia a la decisión legal y soberana de rechazar un tratamiento médico.
Aclaremos algo: el caso de María no es uno de eutanasia; es rechazo al tratamiento médico y responde, además, a una correcta adecuación del esfuerzo terapéutico. Respetar la decisión informada y libre del paciente e indicar el curso de acción más respetuoso con la dignidad humana son obligaciones éticas y legales de quienes ejercen la medicina.
Según la ley, una persona puede aceptar, rechazar o interrumpir cualquier tratamiento médico, aun a riesgo de su vida, y tiene el derecho de que se respete su proceso natural de muerte (Ley 29414, artículo 15, y Ley 26842, artículo 4 y concordantes). El Código de Ética médica peruano establece en su artículo 1 que “la medicina se orienta al respeto a la vida, a la agonía y a la muerte”. Asimismo, consagra la dignidad humana y la prohibición de instrumentalización del sujeto, el respeto por los derechos humanos y los principios de la bioética, consagrando los valores de solidaridad, empatía y compasión frente al paciente.
La objeción de conciencia es un derecho constitucional que tiene como finalidad proteger las más íntimas convicciones de un sujeto, eximiéndolo del cumplimiento de una obligación legal, para protegerlo de realizar una conducta que le resulta repulsiva moralmente. ¿Qué es lo repugnante en este caso? ¿Qué una mujer discapacitada se evite días de agonía por negarse a seguir siendo sostenida por una máquina que le suministra aire, pero no dignidad a su existencia? ¿Qué alguien en la recta final de su vida muera? Si a un médico le repugna reconocer que una paciente va a morir, entonces no debería estudiar medicina. Si un médico confunde “eutanasia” con “rechazo al tratamiento”, entonces debería estudiar bioética y ahorrarse el falso dilema. La objeción de conciencia es un escudo, no una espada. Negar a una mujer en extrema vulnerabilidad la concreción de su derecho a morir dignamente por no entender qué es y qué no es eutanasia es pusilánime e ignorante.
Todos vamos a morir. ¿Es acaso obscena la muerte? Un médico tiene derecho de tenerle miedo a la muerte propia y ajena, pero no a disfrazarlo de moral y mucho menos a confundirlo con algo ilícito. Vivir es para valientes. Transitar el final de la vida requiere muchísimo coraje. Acompañar a una persona al final de su vida es un privilegio, no una instancia de repugnancia. Ser testigos del final de una existencia es un momento para contemplar con respeto, gratitud y asombro. Una sociedad que no sabe morir delata su incapacidad para honrar la vida. Ojalá los y las médicos que sean capaces de mirar a los ojos con humildad y gratitud a la muerte alcen sus manos para ofrecerse a acompañar a María hasta el final de su viaje. Ella lo necesita y lo merece. Y apuesto que usted también querría, cuando llegue la hora, que no le den la espalda. Todos vamos a morir, pero la muerte no tiene por qué llegarnos en soledad y agonía.