Numerosas imágenes y caracterizaciones vertidas sobre el Perú coinciden en resaltar su naturaleza contradictoria y paradójica expresada en diversas dimensiones: un país de geografía accidentada y desafiante, culturalmente megadiverso y territorialmente no muy bien articulado, bastante fragmentado políticamente, atravesado por un débil tejido social e institucional, a los que se añaden preocupantes márgenes de desigualdad socioeconómica y regional. A este ya complicado panorama se suman sus intrincadas condiciones geofísicas, oceánicas y climáticas que amenazan a su población e infraestructura física, acentuando el riesgo de desastres.
Sin embargo, allí no termina este variopinto listado de paradojas nacionales. Una incongruencia adicional advierte la flagrante contradicción de ser un país altamente expuesto a peligros naturales al mismo tiempo que exhibe una pobre cultura preventiva. A diferencia de Chile y varios países del Caribe (estos últimos, frecuentemente afectados por huracanes y tormentas tropicales), donde el riesgo por causa de desastres recibe ciertas dosis de atención gubernamental y ciudadana, por acá la relación entre el nivel de riesgo y políticas preventivas parece ser inversamente proporcional.
¿Cómo es posible esto? No hay una respuesta simple, pues en el fondo de esa situación contradictoria opera una serie de condicionantes y factores intervinientes que desalientan las conductas informadas y preventivas. Con diferente incidencia e intensidad, participan de esta maraña causal elementos tales como la informalidad, la escasa legitimidad y la autoridad del Estado Peruano, el papel marginal de las políticas públicas ante desastres, las deficiencias educativas, la pobreza, la anárquica ocupación de nuestro territorio y las falencias técnicas de nuestra infraestructura física (véase, si no, el reciente caso del puente Concón en Lunahuaná, que con menos de dos años de construido ya está a punto de colapsar).
A esto se suma el hecho de que la sociedad peruana tiene prioridades más urgentes y valoradas que la posibilidad de un sismo, de un episodio de El Niño o la caída de un huaico, los que, al fin y al cabo, ocurren en el mediano o largo plazo y no están incorporados en la cotidianidad ciudadana. Cuando en las encuestas se le pregunta a la gente por los problemas que más le afectan, los desastres, cuando son mencionados, aparecen muy por debajo de asuntos evaluados como más importantes como la inseguridad ciudadana, la corrupción, el costo de vida o el desempleo. La gente sale de su casa no pensando en que podría ocurrir un terremoto o una inundación, sino con el temor a que la asalten en cualquier momento. La encuesta nacional de Ipsos de octubre del 2023, por ejemplo, evaluó que la delincuencia (23%) es la principal preocupación de nuestros conciudadanos, seguido del costo de vida (22%), mientras que el fenómeno de El Niño recibe apenas el 3% de menciones. Este es un dato de la realidad con el que deberá lidiar cualquier política pública en la materia.
Pero, consecuentes con las inconsistencias ya enumeradas, la cereza del pastel la conforman las inexplicables demoras de los sistemas de alerta temprana. El denominado Sistema de Alerta Sísmica Peruano, tan anunciado en el 2020, recién entraría en funcionamiento en el 2025; lo mismo se prevé para el Sistema de Alerta Temprana para eventos meteorológicos, que fue anunciado en el 2021, cuatro años después de El Niño costero. Se trata de clamorosas demoras perpetradas por personas supuestamente calificadas, con información más o menos actualizada y sometida a controles y a rendición de cuentas. Si estos sectores muestran tremendas insuficiencias, no nos debe sorprender que parte de la población de bajos recursos insista en asentarse en zonas no mitigables y de alto riesgo, como en los conos de deyección de los huaicos, bajo la probable creencia de que “Dios nos protegerá” de posibles quebrantos y padecimientos derivados de la “furia de la naturaleza”. La inexistencia de sistemas de alerta aunada a una pobre cultura preventiva es un certero llamado al desastre.
Hay que sincerarnos y aceptar que estos temas “no venden”, no tienen relevancia política, gran aliciente para que las instituciones supuestamente diseñadas para su gestión no cumplan su trabajo. Y, claro, como no hay rendición de cuentas y nadie reclama, las cosas permanecen ‘business as usual’. Se normaliza y tolera que el sistema de alerta sísmica anunciado hace más de seis años siga sin funcionar.
En los años 90, los expertos que comenzaron a estudiar los aspectos socioeconómicos de los desastres, más allá de las miradas ingenieriles, decían que los desastres son expresión de los problemas no resueltos del desarrollo. Esto parece mantener vigencia en la actualidad en nuestro país, cuyas condiciones y carencias descritas llevaron a decir al geólogo peruano Alonso Romero Bobadilla que los desastres son, antes que nada, consecuencia de un desarrollo social mal planificado. Si bien hay algunas iniciativas sugerentes que buscan quebrar esta preocupante situación, como el uso creativo de la inteligencia artificial por una entidad privada con el objetivo de crear cultura preventiva, aquella sigue siendo de pronóstico reservado.