En 1998, la entonces secretaria de Estado de Estados Unidos, Madeleine Albright, definió a su país como “la nación indispensable” y declaró: “Los estadounidenses nos erguimos alto y vemos más allá en el futuro que otros países”. Dos décadas después, Estados Unidos sigue siendo la nación indispensable. Y sin embargo, en lugar de ver más lejos en el futuro, estos últimos tiempos parece que hubiera tenido los ojos cerrados. ¿Será la victoria de Joe Biden en la elección presidencial de este mes señal de que los está reabriendo?
Hay algo evidente: si Donald Trump hubiera obtenido un segundo mandato, el destino del país descrito por Albright estaría sellado. Ese Estados Unidos que por tanto tiempo fue un puntal del orden internacional liberal (basado en los principios universales definidos en la Carta del Atlántico de 1941) se habría perdido para siempre.
Y sin embargo, la inminente presidencia de Biden no garantiza en modo alguno un regreso al liderazgo y la visión de Estados Unidos del pasado.
Este año Trump recibió más de 73 millones de votos, unos diez millones más que en el 2016, y la segunda cifra más grande que jamás haya obtenido un candidato presidencial en Estados Unidos. Y sus denuncias infundadas de fraude electoral a gran escala (respaldadas hasta ahora por buena parte del ‘establishment’ republicano) han convencido a cerca de la mitad de los estadounidenses republicanos de que él es el “legítimo” vencedor de la elección.
En vez de producir un rechazo masivo a Trump y al trumpismo, la elección ha demostrado que la influencia de Trump se extenderá mucho más allá de su presidencia. Y esto, sin hablar de la profunda huella que sus cuestionamientos incesantes al resultado electoral dejará en la democracia de Estados Unidos y en su reputación internacional.
Es verdad que en lo inmediato, la incidencia internacional de este legado será limitada. La administración Biden planteará la reafirmación del papel de Estados Unidos en las instituciones multilaterales. El presidente electo ya se ha comprometido a volver al Acuerdo de París sobre el clima, a la Organización Mundial de la Salud y al acuerdo con Irán sobre el programa nuclear.
Pero más allá de la importancia de estos gestos multilateralistas, hemos de moderar las expectativas de que Estados Unidos retome en poco tiempo el liderazgo internacional. Aunque sigue siendo la primera potencia militar y económica del mundo, además de una importante fuerza cultural, no es ya la potencia hegemónica. Ya no puede dictar el rumbo de las relaciones internacionales.
Lo que Estados Unidos todavía puede hacer es movilizar a diversos actores internacionales para enfrentar retos compartidos. Pero si no cura sus divisiones, es probable que incluso este “poder aglutinador” termine desgastado en el mediano a largo plazo.
El poder aglutinador es más complejo que el mero poder hegemónico. Depende no solo de la capacidad y de la influencia, sino también de un sentido de autoridad moral que atraiga a los socios e infunda legitimidad en la acción compartida. La potencia aglutinante debe dar ejemplo de liberalismo y multilateralismo, no solo hacer demandas. Y un país tan dividido como está hoy Estados Unidos no puede dar ese ejemplo.
Lo que está en juego es fundamental. Si el puntal del orden internacional sigue debilitándose, la peligrosa deriva de los últimos años (de la que sirve de ejemplo la falta de una respuesta global coordinada a la pandemia por el COVID-19) continuará.
La pregunta lógica: ¿Y por qué no podría asumir el papel de liderazgo algún otro país? Tiene una contestación rotunda. Básicamente, porque ninguno puede. No hay un solo actor, ni siquiera una colección de actores, con capacidad para ocupar el lugar de Estados Unidos.
Piénsese en la Unión Europea, que siempre se ve como portaestandarte potencial de los valores liberales. Sin duda posee muchos de los atributos necesarios, incluso en nivel modélico: culturas vibrantes y diversas, sociedad civil dinámica, sólida estructura institucional para la defensa de los derechos humanos y del Estado de derecho, y compromiso con el multilateralismo.
Y sin embargo, en muchas áreas que son esenciales para el liderazgo internacional, la UE falla. La falta de voluntad política ha llevado a Europa a una constante mala asignación de recursos, que le ha impedido crear capacidades comunes adecuadas (o incluso sentar las condiciones para hacerlo).
En un nivel más básico, la UE carece de la confianza en sí misma necesaria para dar al mundo un ejemplo creíble y convincente. Eso no cambiará mientras no defina y transmita una ‘raison d’être’ con la fuerza suficiente para servir de base a la revitalización de su propio modelo. Una vez logrado eso, deberá dedicar una suma importante de recursos (tiempo, esfuerzo y dinero) a la creación de capacidades y del estatus que necesita para proyectar influencia.
Mientras eso no suceda, Estados Unidos será indispensable, porque es irreemplazable. Por eso es tan importante que la administración Biden no sólo vuelva a relacionarse con el mundo y con el sistema multilateral como potencia aglutinante, sino también que encuentre un modo de sanar internamente. Solo un Estados Unidos razonablemente unido puede erguirse bien alto, mirar hacia el futuro y servir de alma al orden internacional liberal.
–Glosado y editado–
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