Mide siete centímetros más que el mexicano Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán y supera en nueve al colombiano Pablo Escobar. A simple vista, la versión peruana y más notoria de los grandes capos latinoamericanos, Demetrio Limonier Chávez Peñaherrera, ‘Vaticano’, con su metro y 75 centímetros de estatura, es el más alto de estos tres famosos narcotraficantes.
Apenas un pequeño detalle en biografías tan distintas como tres gotas de agua: nacieron en pueblos apartados, hijos de familias numerosas, con infancias y adolescencias pobres, escasa educación básica y que descubrieron rápido el valor del dinero porque, en sus lugares de origen, la mayoría de las personas no vive… solo sobrevive.
Las coincidencias no concluyen allí. Acumularon grandes fortunas sazonadas de excesos, sobornos, muertes, lujos y filantropía.
Bajo la identidad falsa de rico empresario maderero y cafetalero, el peruano intentó justificar su vertiginoso crecimiento patrimonial que se extendió a residencias, departamentos, centros comerciales, tiendas con los lujosos automóviles que vendían, empresas de transportes aéreo y terrestre, chacras y haciendas en el valle del Huallaga, Lima, Bogotá, Cali, Medellín y otras localidades colombianas.
“Nunca me gustó ser pobre. No quería ser uno más. Mi sueño era ser grande y lo conseguí”, me dijo orgulloso, cierta vez, en su celda del penal de máxima seguridad Miguel Castro Castro durante una de las entrevistas que le hice para contar su historia en mi libro “Polvo en el viento”.
La vida azarosa de los narcotraficantes expande sus egos porque se debaten entre el triunfo y el riesgo constante de que todo se diluya tan rápido como empezó.
Así los tres se propusieron abandonar su condición de antihéroes para ser reconocidos como los héroes de la película y atrajeron, para adherirse a su fama, a artistas, reinas de belleza y otras celebridades. Escritores, compositores, cantantes, actores, productores de cine y televisión, siempre alertas a hechos sociales singulares, quisieron mostrar el lado difícil de sus supuestas vidas fáciles.
El vertiginoso ascenso delictivo y en la escala social, paradójicamente, atizaron el propio infierno personal de ‘Vaticano’.
Se volvió tan notorio que las autoridades estadounidenses exigieron poner fin a la carrera del peruano que transformó un tramo de la Carretera Marginal de la Selva en su aeródromo privado para el despegue de decenas de avionetas cargadas de droga cada día, y que mantenía en sus planillas laborales millonarias a autoridades, jefes militares y policiales, alcaldes, gobernadores y una gran legión de campesinos, empleados y guardaespaldas.
Los tres, a pesar de sus diferentes acentos, del monto de su riqueza y de la extensión de sus dominios, consiguieron, en determinado momento de sus carreras criminales, poner en jaque al Estado, gracias al poder que les proporcionó el tráfico de drogas.
‘Vaticano’ iba camino a construir el primer cártel de la droga en la historia nacional, erigiéndose como el mayor narcotraficante del Perú y, de esta manera, se colocó en la mira, al mismo tiempo, de la policía y las Fuerzas Armadas de Colombia y Perú, de la DEA, de la CIA e incluso de Sendero Luminoso. Escobar constituyó la mayor organización de la droga en su país y el mundo, el cártel de Medellín, y ‘El Chapo’ con su cártel de Sinaloa, avanzaba en la transformación de ser la versión aumentada del colombiano hasta ser llamado el Steve Jobs de la cocaína por su ‘inventiva’ para hacer dinero.
La cacería de ‘Vaticano’ acabó en enero de 1994 con ribetes novelescos en Cali, al igual que ocurrió en Medellín con Escobar en diciembre de 1993 y ‘El Chapo’ en Los Mochis hace tan solo unas semanas.
‘Vaticano’ me dijo que, durante esos 22 años de encierro, enfrentó ese sentimiento común a la mayoría de presos que mantiene el cuerpo y la mente encadenados también a su autocondena y depresión.
Más allá de cualquier cuestionamiento moral, la prisión provoca, muchas veces, culpa, dolor y arrepentimiento, sentimientos que en su caso, me aseguró, han dado paso a la consideración de que ya pagó con creces lo que debía.
El largo encierro puede haber sido una catarsis para purgar sus propios yerros. El futuro lo confirmará.
Ahora siente que ya no tiene daño alguno que reparar ni perdón que pedir porque el final de su condena lo ha liberado también de sus errores.
Las historias personales de ‘Vaticano’, Escobar y ‘El Chapo’ demuestran que el poder es efímero y nos recuerdan que las estaturas no se pueden medir apenas físicamente. No importa el tamaño corporal o el volumen de la riqueza que acumularon, los grandes sueños de hombres como ellos siempre serán pequeños porque los consiguieron bajo la vara de la delincuencia y la ilegalidad.