Augusto Townsend Klinge

Pensar que la crisis tiene arreglo en el es pecar de ingenuo, no importa cuándo uno afirme tal cosa. Podríamos estar, seis años atrás, intentando explicarle a quienes no están familiarizados con nuestra escena política local, cómo una segunda vuelta entre dos partidos bastante similares en lo programático terminó generando un antagonismo tan visceral cuando uno tomó control del y el otro del .

O cómo, cuatro años atrás, tuvimos una renuncia presidencial y al año siguiente una disolución del Congreso, que polarizaron fuertemente al país entre quienes celebraron una, pero no la otra y viceversa, y cómo, cegados por nuestras preferencias coyunturales, fuimos incapaces de reconocer los visos de inconstitucionalidad en ambas. O cómo, entre una y otra cosa, respaldamos mayoritariamente, como si fuera una buena idea, la prohibición de la reelección parlamentaria, para luego quejarnos de todos los Congresos de novatos que vinieron después. O cómo, dos años atrás, tuvimos tres presidentes de la República en un mes.

¿Qué inferimos de todo esto? Algunos dirán que tenemos un problema crónico de malos políticos, cuyos pleitos nos mantienen siempre al borde del abismo. Entonces, mejor lo asimilamos como un hecho de la realidad y nos dedicamos a votar por los menos malos y a desplegar toda nuestra rabia o insatisfacción contra los que, por una u otra razón, consideramos peores, más allá de que cualquiera pueda ser tarde o temprano revelado como un delincuente.

Esa es nuestra política y no hace falta preguntar si estamos contentos con ella. Pero sí debiéramos estar preguntándonos lo siguiente: ¿estamos entendiendo la verdadera magnitud del problema o solo quejándonos por la manifestación del síntoma? Pues, lo segundo, y por eso seguimos sorprendiéndonos –hablando de ingenuidad– de cómo con cada nueva elección, las cosas empeoran o cuando menos se mantienen igual de malas.

Es como si asumiéramos que la enfermedad no tiene cura y que solo podemos aspirar a sustituir un síntoma por otro. Lo mejor sería que reconozcamos cuanto antes que padecemos un caso severo de disfuncionalidad de nuestro sistema político y que el diagnóstico es terminal para la democracia. Quizá no hoy ni mañana, pero claramente no estamos mejorando y venimos experimentando ya una falla sistémica.

Poner esto en el centro de nuestra agenda no significa desplazar otras discusiones de relevancia coyuntural. Perfectamente podríamos estar hablando al mismo tiempo sobre si corresponde que el presidente renuncie o sea vacado o si debiera acortarse el mandato del Congreso y pasar a un escenario de adelanto de elecciones generales. El problema es que, si solo prestamos atención a lo segundo, seguiremos engañándonos con la idea de que, por arte de magia o quién sabe qué, va a aparecer una mejor oferta política en el país.

Eso no va a ocurrir con solo desearlo. Solemos pensar que los malos políticos son la causa y la disfuncionalidad del sistema la consecuencia, con lo que bastaría cambiar a los primeros para arreglar el problema. Pero la causalidad bien podría ser la inversa: la forma como está diseñado nuestro sistema no solo atrae a malos políticos, sino que está tan plagado de incentivos perversos, que incluso los buenos terminan cediendo a sus mañas en alguna medida.

Nuestros políticos son beneficiarios de un sistema que es excesivamente condescendiente con quienes traicionan los intereses de sus electores, y que no estimula la colaboración sobre temas importantes sino el conflicto sobre asuntos intrascendentes. Parece un oligopolio con altas barreras de entrada, reparto de mercado, altos precios, baja calidad, estafas por doquier y consumidores permanentemente defraudados. Podrá alguien objetar que use aquí un símil económico, hasta que caiga en cuenta que muchos partidos funcionan, en efecto, como negocios, y no precisamente lícitos.

Es duro ponerlo en estos términos, pero ese sistema tiene a la ciudadanía de rehén, obligada a contratar representantes de un menú electoral que no puede cambiar y sin poder reclamar efectivamente en los siguientes cinco años. Ese sistema no se arregla con uno que otro cambio en los márgenes, necesitamos repensarlo desde la base.

Es tal la disfuncionalidad del sistema que nos hace creer (para conveniencia de esos malos políticos) que estamos en guerra entre peruanos, que las personas que no piensan o votan como uno debieran irse a vivir a otro país. Magnifica, pues, lo peor de nuestro tribalismo y lo convierte en un espectáculo tan lamentable que la gran mayoría de peruanos prefiere hacer como si no existiera.

Y así llegamos a la constatación más dolorosa de todas. Ese mismo egoísmo que rechazamos en los políticos, no es tan distinto del que exhibimos día a día como ciudadanos. Nosotros tampoco hemos terminado de asumir todo lo que implica vivir en democracia, sobre todo aquella parte en la que tenemos que escuchar y convencer y no insultar y despreciar a aquellos con quienes discrepamos.

¿Es ingenuo pensar que se puede luchar contra ese sistema? Pues sí, y, sin embargo, no queda alternativa, salvo que hayamos decidido tirarle la toalla al país. Una ruta podría ser la siguiente: nos ponemos de acuerdo sobre qué entendemos por democracia y qué valores queremos defender como ciudadanos más allá de nuestras discrepancias políticas; planteamos un rediseño del sistema político que responda efectivamente a esos valores; y promovemos la creación de nuevos partidos o la adaptación de los existentes a ese nuevo sistema.

Sospecho que hay muchos ingenuos queriendo participar en esa discusión. Tengámosla. No nos resignemos a acompañar impertérritos la agonía de nuestra democracia, como si nuestro futuro común no dependiera de que hagamos algo.

Augusto Townsend es Fundador del Comité de Lectura y cofundador de Recambio