Rubén Vargas Céspedes

Según el “Análisis de los aportes del Estado Peruano a la lucha contra las drogas 2000-2020″ (García, J y otros, 2021), se invirtieron en la lucha contra el terrorismo en el S/4.431 millones. Del 2020 al 2023 se estiman en mil millones de soles más; es decir, en los últimos 23 años hemos gastado más de cinco mil millones de soles. Esta cifra podría ser significativamente mayor si incluyéramos la compra (reservada) de logística militar pesada, por ejemplo, los helicópteros que operan en la zona.

Desde el 2007, por decisión política del gobierno de turno, las Fuerzas Armadas () tomaron el control del Vraem, precisamente con el encargo de terminar con los remanentes terroristas. Desde entonces, la Policía Nacional del Perú (), para realizar operaciones antidrogas, tiene que comunicar previamente al Comando Especial del Vraem, dirigido por las FF.AA., con lo que, por la naturaleza de las operaciones contra el crimen organizado, se desnaturaliza el carácter reservado de estas.

Ahora bien, dado el tiempo transcurrido, el presupuesto invertido y los cientos de soldados y policías muertos, es natural que nos preguntemos lo siguiente: ¿cuál ha sido el resultado de esta estrategia? Es evidente que no se ha cumplido el objetivo central: derrotar al terrorismo. Lo que sí se ha conseguido es evitar que se expandiera más, por ejemplo, al corazón energético del país: el gas de Camisea. En resumen, el terrorismo de los Quispe Palomino sigue acantonado en la cordillera del Vizcatán, desde donde sale, de manera furtiva, a realizar las emboscadas contra nuestros soldados y policías y, principalmente, a controlar las rutas de la droga y de los insumos químicos que cruzan las regiones de Ayacucho, Junín y Huancavelica. También tendríamos que decir que, 23 años después, tienen una mayor potencia de fuego, al haber arrebatado las ametralladoras de los helicópteros derribados y los fusiles de asalto de nuestros caídos.

Considero que, como en el 2007 y principalmente ahora, el problema central del Vraem es el tráfico ilícito de drogas. Precisamente, no entenderlo así ha ocasionado, primero, que este extenso valle se convierta, según Devida, en el mayor productor de cocaína del Perú, con más de 800 toneladas anuales; segundo, que el crimen organizado vinculado a ella se expanda y convierta en zonas liberadas con economías narcotizadas a muchos distritos de la zona centro y norte del Vraem. Tercero, que en la zona de mayor producción de cocaína tengamos más de 50 bases contraterroristas y solo dos precarias bases antidrogas sin mayor capacidad operativa y, cuarto, tal vez la más peligrosa, el avance de la narcocorrupción en civiles y uniformados. Entonces, ¿es válido que nuestros escasos recursos sigan financiando una estrategia que ignora el principal problema del Vraem?

Constitucional y legalmente, la responsabilidad de perseguir al crimen organizado es de la PNP y el tráfico de drogas con sus delitos conexos tiene esa naturaleza. Considerando los factores mencionados, creo que se cae de maduro la necesidad de revisar la actual estrategia y, en consecuencia, tomar decisiones urgentes.

¿Cuál sería el papel de las FF.AA.? Sin duda, seguiría siendo fundamental. La policía no tiene la potencia de fuego necesaria ni la capacidad de movilización. La idea es que esto se convierta, en conjunto, en el gran martillo, pero bajo el comando operativo centralizado de la policía antidrogas y antiterrorista. En este nuevo esquema las bases militares tendrían que convertirse en bases antidrogas.

Para enfrentar al terrorismo, tendrían que centralizar toda la inteligencia de las FF.AA. y de la policía y, solo a partir de ella, realizar operaciones quirúrgicas de infiltración (como la que se hizo con ‘Artemio’) y de golpes de mano, como la que permitió dar de baja en limpio combate a los terroristas Gabriel y Guillermo. Se tendrían que acabar, finalmente, con los absurdos patrullajes de reconocimiento, que siempre han convertido a nuestros soldados (especialmente del servicio militar voluntario) en blancos fáciles para las emboscadas terroristas.

Hasta aquí estamos hablando de la redefinición de un componente de la estrategia que debería ser integral en el Vraem; es decir, también tendrían que estar presentes los ejes vinculados a la generación de oportunidades de desarrollo fuera de la coca ilegal, la inversión en conectividad vial, el cierre de brechas sociales y el control de los insumos químicos que utiliza a manos llenas el narcotráfico gracias a que la Sunat decidió permanecer en la luna de Paita.

Obviamente que articular a todos estos componentes en una estrategia no es tarea fácil. A partir de la decisión política de romper el actual statu quo, sería necesario también fortalecer la institucionalidad en materia antidrogas. Devida es una institución muy frágil para este cometido. Tendría que trascender de su actual función de coordinación a una más robusta: la rectoría. Para ello es necesario un nuevo marco legal, una que le otorgue atribuciones claras para exigir el cumplimiento de metas a cada una de las instituciones vinculadas a la lucha contra las drogas. Como se habrá podido notar, no hay que inventar la pólvora, solo ajustarse bien los pantalones, romper los huevos y hacer la tortilla.

Rubén Vargas Céspedes Exministro del Interior