“Si miramos el mapa, nuestros vecinos ya vienen cambiando sus libretos. Y nos vamos quedando solos, trasnochados además en las imágenes de un mundo de mayorías y sin diversidad que no regresará más”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Si miramos el mapa, nuestros vecinos ya vienen cambiando sus libretos. Y nos vamos quedando solos, trasnochados además en las imágenes de un mundo de mayorías y sin diversidad que no regresará más”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Carlos J. Zelada

Algunos días atrás, se convirtió en el décimo país de las Américas en aprobar el . Argentina, Brasil, Canadá, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Estados Unidos, México y Uruguay son los otros estados de la región que ya cuentan con un matrimonio civil sin discriminación. La estadística pinta mejor si se considera que la cuenta mundial va apenas en 31.

En el Perú, sin embargo, el matrimonio igualitario es todavía una lejana posibilidad. En estricto, existen dos vías para la formalización del afecto diverso: la legislativa y la jurisdiccional. Lo ideal sería que el Congreso lo permita mediante una ley. En el país ya hubo más de un intento por lograrlo, pero ningún proyecto ha llegado a buen puerto: ninguno ha logrado siquiera pasar la barrera de las comisiones parlamentarias. Queda entonces litigar el asunto. Lo que ha ocurrido es que parejas del mismo sexo se han casado en otro país que permite el matrimonio igualitario para luego solicitarle a Reniec que reconozca su condición de cónyuges en el Perú. El caso más sonado ha sido el de , casado en México y cuyo pedido fue rechazado por el Tribunal Constitucional tras ocho años de litigio. En suma, aquí la ley y los tribunales nos han dado la espalda.

Conversaba hace poco con unos amigos sobre los mínimos que, desde los derechos humanos, hoy exigimos a nuestras democracias. Hablamos así de la importancia de luchar contra la violencia de género, de reconocer nuestro racismo, de visibilizar a las personas con discapacidad y de respetar (y no solo tolerar) a quien es sexualmente disidente. Curiosamente, de todos los mínimos mencionados, el único en carecer todavía de un reflejo jurídico en el Perú es el que involucra a las personas LGBT.

Este dato dice mucho de nosotros como comunidad, seamos de derechas, izquierdas, centros, liberalidades o conservadurismos. A esta altura del debate, ya deberíamos ser conscientes de que aquí no estamos hablando de exquisiteces académicas o de modas pasajeras desde el norte global. La evidencia estadística está allí. Hablamos de víctimas diarias del prejuicio homofóbico y transfóbico. Hablamos de adolescentes, niñas y niños que crecen atemorizados de expresarse libremente en las escuelas. Hablamos de quienes tienen que elegir entre ocultarse en un clóset o, con fortuna, huir lejos de sus familias y hasta del país porque no quieren truncar sus sueños.

A veces pienso que, en el Perú, al guionista se le ha olvidado por completo que los LGBT también merecemos finales felices. ¿Será que nuestro país –como en la gesta independentista– será el último bastión, esta vez de aquellos que se niegan a aceptar el proyecto de vida de los demás? Si miramos el mapa, nuestros vecinos ya vienen cambiando sus libretos. Y nos vamos quedando solos, trasnochados además en las imágenes de un mundo de mayorías y sin diversidad que no regresará más.

Ojalá pronto la apuesta decidida por una ciudadanía sexual plena haga parte de nuestros mínimos no negociables como democracia. Y que nuestros hijos y nietos, cuando lean estas noticias, se sonrojen con vergüenza al leer que, en algún momento, andábamos discutiendo sobre la pertinencia de la libertad para ser y amar.

Es muy difícil crecer sin verte en alguna parte, sin tener espejos donde mirar tu proyecto de vida, sin saber que tu manera de sentir existe válidamente en el mundo. ¿Dónde está ese futuro, ese presente distinto? Por lo pronto, no pierdo la esperanza de que los finales felices, esos que veo ahora en historias tan cerca, también pueden ser para mí, para nosotros, aquí.