Juan Urbano Revilla

El 7 de junio evocamos el cenit del honor militar. El sacrificio del coronel y sus hombres en constituye un canto eterno a la inmortalidad de las causas justas. Así, nuestra mirada se vuelve a aquel morro que quedó investido como un peñón perpetuo que se mantiene incólume en el corazón de cada peruano. Sus rocas y tierra permanecen impregnadas del mayor ejemplo de sacrificio que un soldado puede dar por su patria y su bandera, legándonos la misión de unidad y grandeza, ante cumbres y abismos.

A inicios de abril de 1880, Bolognesi fue designado jefe de la Plaza de Arica, principal puerto peruano del sur. Allí desarrolló un extraordinario esfuerzo para levantar fortificaciones en la playa y en el morro, albergando la esperanza del envío de refuerzos. Sin embargo, el 26 de mayo de 1880, se conoció el desastre de las fuerzas peruano-bolivianas en la batalla del Alto de la Alianza y, con ello, la constatación de que la posición de Arica era insostenible.

El 28 de mayo de ese año, Bolognesi convocó a una junta de guerra de los jefes peruanos para decidir la suerte de Arica. Se inició entonces la inmolación que, día a día, fueron forjando los defensores peruanos. Ellos comprendieron que eran superados por el enemigo, en efectivos y en armas, en una proporción de cuatro a uno, que estaban rodeados y aislados, sin apoyo naval y sin que sus continuos pedidos de refuerzos terrestres fueran atendidos. Estaban abandonados a su destino por quienes, teniendo las riendas del país, se cegaron a la unidad nacional y demostraron su incomprensión de los asuntos militares. Más aún, los defensores sabían que cualquier resultado de la contienda en Arica no alteraría la ofensiva enemiga de una guerra que llegaría a las entrañas del Perú, y les llegó la hora de decidir. Entonces, Bolognesi y los suyos acordaron mantenerse y defender aquel bastión moral de la patria.

El 5 de junio a las 6 a.m. se presentó al cuartel general peruano el mayor chileno Juan de la Cruz Salvo con un pedido de rendición de la plaza, ofreciendo una capitulación, en base a la enorme superioridad de más de 6.000 hombres y materiales de ejército y marina del enemigo, sobre los 1.600 combatientes peruanos. Ese era el anhelo del invasor. Qué difícil respuesta en aquel acto de mayor desafío para un soldado. La sala de reuniones se convirtió en un templo de peruanidad, en el que Bolognesi y los 15 jefes defensores de Arica, en consciente acuerdo y conociendo a cabalidad la destrucción que el enemigo aplicaría sobre ellos, se decidieron por la ruta más empinada; aquella que solo se elige cuando los hombres superan su naturaleza humana y se acrecientan ante el infortunio.

Ellos ratificaron que cumplirían con su deber militar y en egregia voz manifestaron que no se rendirían, llenando la sala con las soberbias palabras de respuesta que esgrimió el coronel Bolognesi para la posteridad: “Tengo deberes sagrados y los cumpliré hasta quemar el último cartucho”.

Es más, el coronel Bolognesi informó en telegramas al cuartel general de Arequipa: “Arica, 5 de junio de 1880. Apure, Leiva. Todavía es posible hacer mayor estrago al enemigo victorioso. Arica no se rinde y resistirá hasta el sacrificio”. Horas más tarde, notificó: “Parlamentario dijo: ‘General Baquedano por deferencia especial a la enérgica actitud de la Plaza desea evitar derramamiento de sangre’. Contesté, según acuerdo de jefes: ‘Mi última palabra es quemar el último cartucho’. ¡Viva el Perú! Fdo. Bolognesi”.

Y los hombres de Arica así lo hicieron; primero, resistiendo el bombardeo de los cañones chilenos que se inició a solo dos horas de recibida la respuesta.

Al día siguiente, 6 de junio, las piezas de artillería chilena, desde mar y tierra, lanzaron más de 270 proyectiles, que fueron respondidos por el fuego de los cañones peruanos del morro y del monitor Manco Cápac; un proyectil dejó fuera de combate a la nave chilena Cochrane. Es decir, nada amilanaba a los bravos de Arica, dispuestos a cumplir su sacro deber.

Llegó entonces el 7 de junio y el morro recibió el asalto enemigo, chocando con la épica defensa. El ataque principal del adversario se dirigió sobre los fuertes Este y Ciudadela, posiciones sostenidas por los batallones “Granaderos de Tacna”, “Cazadores de Piérola” y “Artesanos de Tacna”, que sumaban 800 infantes con armamento obsoleto y escasas municiones, los que se opusieron a 2.400 enemigos del primer escalón que, a su vez, eran apoyados por 1.200 hombres de la reserva, 28 cañones y dos ametralladoras. La lucha fue cruenta, llegándose a cruzar los parapetos defensivos hasta el enfrentamiento cuerpo a cuerpo al interior de cada fuerte.

Los jefes fueron cayendo sable en mano al lado de casi la totalidad de las tropas bajo sus mandos, llegando la hecatombe con la explosión del polvorín del fuerte Ciudadela por acción del joven Alfredo Maldonado, momento cenit de la inmolación de los combatientes peruanos. Refiere el sargento Dionisio Vildoso, sobreviviente: “Ya íbamos quedando muy pocos, en esto llegan los coroneles Manuel C. de la Torre y el jefe de la plaza coronel Francisco Bolognesi y nos dicen ‘hijos, un momento más’, y se dirigieron donde estaban los aparatos de las minas […] no dan fuego las minas, y nos retirábamos para el morro. […] En este lugar nos unimos y seguimos haciendo fuego en retirada al morro para tomar posición del parapeto”. Luego cayó el fuerte del Este, para seguir la lucha en el sector de las Baterías del Morro y el fuerte del Norte.

Allí estaba el coronel Bolognesi, en la cima del morro, revólver en mano, disparando a la masa chilena, resultando herido en estoica lucha al lado de los suyos hasta caer muerto por el enemigo: quedó con un balazo en el pecho y destrozado su cráneo. Él siguió el sacro camino de todos aquellos que en Arica honraron su palabra. Bolognesi y los defensores caídos demostraron que en esencia eran soldados en el sacrificio máximo por la patria.

Sus nombres y sacrificio deberán relucir por siempre en el mármol de la patria. Junto al coronel Francisco Bolognesi, murieron el coronel José Joaquín Inclán, el coronel Alfonso Ugarte, el teniente coronel Ricardo O’Donovan, el coronel Mariano E. Bustamante, el coronel Justo Arias y Aragüés, el teniente coronel Francisco Cornejo; el teniente coronel Ramón Zavala y el capitán de navío Juan Moore. Y quedaron entre heridos y prisioneros el coronel Manuel La Torre, el coronel Marcelino Varela, el teniente coronel Roque Sáenz Peña, el teniente coronel Juan Pablo Ayllón, el teniente coronel Medardo Cornejo y el capitán de navío José Sánchez Lagomarsino.

En total, las bajas peruanas de la batalla de Arica alcanzaron a más del 65% de los hombres en combate; entre ellos, casi todos los jefes de alta graduación y la mayor parte de los oficiales. Ello eleva prístinamente a la cúspide del heroísmo universal a los defensores de la plaza que cumplieron su deber; es más, soldados peruanos cayeron ejecutados al pie de la iglesia de Arica y la destrucción llegó a la ciudad y su indefensa población.

Ese fue el camino inmarcesible escogido por Francisco Bolognesi y los hombres de Arica.

Ellos respondieron por los peruanos del futuro, desdeñando aquel pedido de rendición que, de haberse acatado, hubiera significado llevar en el tiempo las cadenas de la ignominia y el peor de los castigos para los pueblos dignos. Los héroes de Arica nos libraron de ello y no solo eso, sino que, con sus actos, convirtieron el holocausto del Morro en el mayor de los triunfos morales del honor y la dignidad nacional.

Más aún, ellos vencieron en el tiempo. Como dijera Jorge Basadre, “el que muere, si muere donde debe, vence y sirve”, con lo que desvanecieron la destrucción de nuestras fuerzas materiales. Por el contrario, la gesta de Arica agigantó a sus defensores ante el mundo entero, ingresando al altar universal de la gloria, cubiertos de plomo y destrozados sus cuerpos, hecha añicos nuestra bandera, pero cubiertos de heroísmo y amor a la patria, sin arriar jamás el pendón bicolor, ni entregar sus armas a la capitulación.

Con sus actos, preservaron el honor y la dignidad nacional, las desgracias quedaron purificadas en lo sublime del sacrificio, acataron su deber militar, pero, más aún, respondieron con el deber moral de darle al Perú un haz de luz en medio de la penumbra en la que enfrentamos la infausta guerra que nos impuso el enemigo. Y, sobre todo, demostraron que una muerte con gloria es preferible a una vida con infamia, y que la derrota gloriosa no es deshonra, pues el honor no depende del enemigo, sino de nosotros mismos.

Así, en Arica se selló por siempre el juramento de fidelidad a la causa nacional, se cumplió el contrato de honor con la patria, donde desde los jefes que allí pelearon hasta el último de los soldados pudieron decirle al Perú y al mundo entero: ¡cumplimos con nuestro deber y entregamos incólume el honor nacional!

Velemos entonces por el legado pétreo dejado por el coronel Bolognesi y por sus hombres en el sagrado peñón de Arica, regado con sangre peruana y sus defensores envueltos en el blasón de la patria. Esa deberá ser la imagen que llevemos en nuestra memoria, que se inscriba en el alma nacional que exclame: ¡peruanos, seguid su ejemplo!

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.


Juan Urbano Revilla es presidente del Centro de Estudios Histórico Militares del Perú

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