El invento de la Costa Verde nació a partir de la excavación de la Vía Expresa de Paseo de la República, cuando gran parte del material extraído fue a parar a la orilla del mar y permitió ir ganándole suelo al océano. Hasta entonces la relación entre la ciudad y el mar fue distante y, a la luz de lo que vamos viendo, respetuosa.
Todo indica que la milenaria Lima marcó una distancia con el océano y probablemente esta haya sido la razón para que la ciudad hispánica hiciera lo mismo. Solo así se explica que ciudad y puerto estuvieran distanciados y tal vez el tsunami de 1746, que borró Callao, así lo confirmaría. Es interesante, por ejemplo, ver cómo luego del sismo, el virrey José Antonio Manso de Velasco tomó la decisión de no reconstruir el viejo Callao y trasladar a la población a Bellavista, dejando solo el puerto; además de encargar la construcción de la Fortaleza del Real Felipe para defenderlo. De esta manera trazó, a partir de la experiencia, un empírico mapa de vulnerabilidad, para luego realizar un proceso exitoso de reconstrucción con cambios, motivo por el cual recibiría el título de conde de Superunda (sobre las olas).
Lima, hasta bien entrado el siglo XX, mantuvo esta relación respetuosa con el mar. Los viejos balnearios de Miraflores, Barranco y Chorrillos conservaron siempre una apreciable distancia del borde del acantilado y si bien establecieron una relación con el mar, lo hicieron a través de las quebradas naturales que permitían llegar a playas a tomar los baños, de la misma forma que los antiguos limeños lo hacían para pescar. Fue probablemente la ciudad moderna la que no supo leer adecuadamente el territorio y se aventuró a capturar espacios que antes hubieran sido impensables para el desarrollo urbano. Así es como hemos construido en las franjas marginales, los bordes y hasta en el propio cauce de los ríos, sea este Chillón, Rímac o Lurín, y hemos ido también ganándole tierra al mar. La Costa Verde fue concebida en principio como un gran proyecto recreativo, tal vez el gran parque que Lima necesita, y creímos que todo se limitaba a hacer crecer la franja litoral con rellenos y espigones. Las rutas que inicialmente se plantearon eran apenas una vía de acceso a las playas y tal vez así debieron quedarse. Hasta que, aprovechando el modelo, descubrimos que esta interconexión de playas era como una vía expresa y la convertimos en una de las más inseguras, con recorridos sinuosos, carriles estrechos y accesos complicados, que generan grandes embotellamientos. Nadie reparó tampoco en la fragilidad de nuestros acantilados cuya visible erosión por brisa marina, las aguas subterráneas y otros, suponían un permanente riesgo.
Un conocimiento elemental sobre los taludes señala que para ser estables deben tener como máximo un ángulo de 45 grados. En la Costa Verde los taludes tienen cerca de 90 grados de pendiente, lo que los convierte en zonas de alto riesgo. Esto sin tomar en cuenta la composición del suelo, un conglomerado de elementos finos y gruesos que se desestabilizan con la erosión, y los movimientos sísmicos que, como sabemos, son bastante frecuentes.
Los recientes derrumbes en sectores diferenciados de la Costa Verde demuestran que la geomalla es una solución paliativa al problema. Puede contener pequeños deslizamientos, pero resulta poco efectiva frente a los grandes. Ante el problema aparecen algunas soluciones que implican el aterrazamiento de los acantilados y la colocación de pequeños muros de contención. La otra será desplazar las rutas lejos de la zona de derrumbes, que probablemente implicará una redefinición vial, dado que supondría el cierre de la vía actual que va de sur a norte. Tal vez es lo que hubiera hecho el conde de Superunda, que, aprendiendo de la experiencia y la lectura del comportamiento de la naturaleza, supo realizar los cambios que toda reconstrucción necesita. Tal vez por entonces se tenía una mejor conciencia de las responsabilidades ambientales, cosa que hemos ido perdiendo con los años.