A pocos meses del día de la decisión más importante que tenemos como ciudadanos, y ad portas del inicio de una nueva batalla electoral, un tema que puede resultar desconocido por la población es qué gana y qué pierde un candidato a la presidencia de la República.
Al igual que en el caso de empresas que buscan ganancias, hay costos que asumir, los cuales pueden ser tangibles e intangibles. Los primeros son los más fáciles de identificar y cuantificar, concentrándose en los gastos de campaña como: asesores, creativos, publicistas, comunicadores y todo el equipo que durante varias semanas tendrán hasta que olvidarse de sus familias para hacer lo impensable y convertir al candidato en presidente. Por el lado de los materiales, empezando por los impresos (volantes, afiches, vallas, etc.), pasando por cuanto recuerdito aparezca (llaveros, lapiceros, gorras, etc.) y llegando a piezas de mayor trabajo (publicidad audiovisual, viajes, mítines, etc.); la lista del combo de comunicación electoral puede significar una importante cantidad de millones de dólares. Esto sin dejar de mencionar gastos administrativos, logísticos, entre otros.
Algunas estimaciones ubican el costo por elector en el Perú (gasto total entre cantidad de votantes) como uno de los más bajos de América Latina: supuestamente alrededor de los 5 dólares. No sabemos si se trata de estudios reales y lo decimos así, pues hasta hoy sigue siendo un misterio el gasto real de algunas de las anteriores campañas electorales.
Sin embargo, también hay que cuantificar –de alguna manera– los costos de los intangibles, tanto antes como durante y después de la campaña electoral. Por ejemplo, ¿cuál es el costo de que se reduzca o hasta desaparezca la vida privada del candidato y de quienes lo acompañan? ¿Cuánto cuesta no poder ir por la calle o salir con sus hijos a pasear como cualquier mortal? ¿Cómo cuantificamos el tener que pensar más de dos veces en lo que se dirá, pues será usado a favor o –lo más probable– en contra?
Quizá bien valgan la pena todos estos costos si el fin es alcanzar la presidencia, pero ¿qué gana con todo este arduo trabajo el futuro mandatario? ¿Cuál es el negocio en ser presidente de la República? En realidad, no hay ni debería haber negocio; lo que debería existir es una irrestricta vocación de servicio y predisposición para gerenciar un país junto a los mejores profesionales, con el reto –además– de tener recursos limitados y una estructura organizacional estatal que en pleno siglo XXI se resiste a evolucionar.
Las malas prácticas y el desprestigio que tiene la política en el Perú han hecho creer que la gestión pública es el camino más fácil para hacerse millonario y que el más “vivo”, el más carismático, el que más ofrece, o hasta el “mal menor”, puede ser presidente. En realidad, quienes más ganamos o perdemos en una elección somos nosotros, los que tenemos la responsabilidad de elegir a quien será nuestro principal funcionario y a los 130 legisladores que nos representarán en el Parlamento; y eso pareciera que no lo estamos tomando en cuenta. La decisión debe ser para ganar, no para perder.