(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

En la Edad Media, los estados-ciudades italianos lideraban la revolución comercial europea con innovaciones en finanzas, comercio y tecnología. Luego algo extraño sucedió. Para tomar un ejemplo, en 1264 el pueblo de Ferrara decretó que “El magnífico e ilustre lord Obizzo [...] va a ser gobernador y líder y general y lord permanente de la ciudad”. De repente, una república democrática había votado su propia extinción.

Este no fue un episodio aislado. Como explica Nicolás Maquiavelo en “El príncipe”, el pueblo, al ver que no puede oponer resistencia a la nobleza, le brinda su apoyo a un solo hombre, para que lo defienda. La lección es que la gente abandonará la democracia si teme que una élite capture sus instituciones.

Las instituciones democráticas de la Italia medieval sucumbieron a lo que hoy podría llamarse : una estrategia antielitista, antipluralista y excluyente para formar una coalición de descontentos. El método es excluyente porque depende de una definición específica de “la gente”, cuyos intereses deben defenderse no solo de las élites, sino de todos los demás. Como dijo Donald Trump en un acto de campaña en el 2016, “la otra gente no significa nada”.

Hay dos razones por las que ese populismo es malo: sus elementos antipluralistas y excluyentes minan las instituciones y los derechos democráticos básicos, y favorece una concentración excesiva del poder político y una desinstitucionalización (lo que genera un suministro deficiente de bienes públicos y un desempeño económico mediocre).

No obstante ello, el populismo puede tornarse atractivo cuando confluyen tres condiciones: (1) los reclamos sobre el predominio de las élites deben ser lo suficientemente verosímiles como para que la gente los crea, (2) las instituciones tienen que haber perdido su legitimidad o no haber podido enfrentar algún nuevo desafío para que la gente respalde alternativas radicales, y (3) cualquier estrategia populista debe parecer factible.

Estas tres condiciones se pueden encontrar en el mundo de hoy. El aumento de la en los últimos 30 años significa que el crecimiento económico ha beneficiado desproporcionadamente a una pequeña élite, no solo a nivel de ingresos y riqueza, sino que también existe una creciente sospecha de que la distancia social entre la élite y todos los demás se ha ampliado. Estas disparidades tienen profundas implicancias para la representación política.

Como estrategia de desinstitucionalización, el populismo apela al creciente séquito de los desilusionados con los acuerdos existentes. En EE.UU., la percepción de que las instituciones no supieron abordar cuestiones como la desigualdad ha venido erosionando la confianza pública en estas. En Europa, por otro lado, se suele considerar que la mayor movilidad laboral y las crisis de refugiados han superado la capacidad de las instituciones de la Unión Europea (UE).

Además de lidiar mal con los nuevos desafíos, las instituciones y los responsables de las políticas tampoco han podido mirar más allá de sus propios discursos. Por ejemplo, en el período previo al referendo por el ‘brexit’, la campaña Quedarse se centró en los costos económicos de abandonar la UE, cuando las encuestas de opinión demostraban que la migración y otras cuestiones eran mucho más preocupantes para los votantes.

Finalmente, para que el populismo se afiance, los propios políticos deben verlo como una estrategia viable. Pues aun cuando los factores estructurales lo favorecen, este solo puede triunfar en determinadas circunstancias. En el caso de Trump, la intensa polarización partidaria en EE.UU. significó que pudiera apelar a los votantes indecisos, porque sabía que los republicanos lo votarían sí o sí.

Para derrotar al populismo debemos abordar los tres factores que lo convierten en una estrategia viable. Esto empieza por reconocer que el populismo solo puede surgir cuando existen problemas sociales y económicos reales como para darles tracción electoral. E implica ser honesto sobre el hecho de que existen visiones encontradas y controvertidas de ciudadanía que deben discutirse, no ignorarse.

Necesitamos más democracia y representación para que los votantes sientan que sus preocupaciones son tomadas en serio. La clase política debería explorar nuevas maneras de hacer que el gobierno sea más representativo de la sociedad.

–Glosado y editado–