Mauricio Zavaleta

Cuando el expresidente fue detenido horas después de intentar dar un golpe de Estado, hubo quienes elogiaron la fortaleza de las instituciones democráticas. No obstante, el fracaso de Castillo respondió más a su propia impericia a la ineptitud de su círculo cercano y al papel dirimente que, en términos fácticos, asumió el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas. Por supuesto, había motivos para respirar con alivio de que, a diferencia de 1992, las tanquetas no se hayan estacionado en la Plaza Bolívar, pero difícilmente para ser optimistas. Sin embargo, el fin de la presidencia de Castillo fue asumido por un sector importante de las élites –políticas, mediáticas y empresariales– como el retorno a la normalidad cuando, en términos reales, ha involucrado una forma alternativa de deterioro institucional. La peruana no se salvó, está muriendo de manera distinta.

La situación fue más clara pocos días después. Las protestas estallaron en el sur del país, en muchos casos, involucrando actos de vandalismo, lo que fue respondido –como ha sido ampliamente documentado por organizaciones de derechos humanos y la prensa internacional– con fuerza letal por parte de agentes del Estado. Si bien la muerte de manifestantes no ha sido infrecuente en el Perú, hechos de esta naturaleza solían generar consecuencias políticas. Pero ni la magnitud ni la extensión de la violencia estatal tuvieron consecuencias esta vez. Por el contrario, afianzaron una alianza impopular: entre una presidenta que, de acuerdo con Ipsos, era desaprobada por el 71% de los entrevistados en enero pasado, y un diez puntos más impopular que ella. Lamentablemente, a esta coalición informal, tejida entre el caos, se sumó parte importante de las élites del país. El miedo al retorno de Castillo al poder, o al desborde popular, fue más fuerte que sus convicciones democráticas.

Es difícil hablar de una democracia en estas circunstancias. Varios elementos centrales se han quebrado durante estos meses. Ello no quiere decir, por supuesto, que la democracia peruana, antes del intento de golpe de Castillo, gozase de buena salud. Su debilidad ha sido ampliamente discutida y no tendría sentido dedicar demasiado espacio a ello. De hecho, el triunfo de Pedro Castillo, un candidato abiertamente autoritario, ha sido acaso el signo más claro del deterioro del sistema político, el hartazgo de los ciudadanos y las tenues convicciones democráticas de quienes hoy acceden al poder en el Perú. Pero durante la presidencia de Boluarte se han roto nuevas marcas. La primera, naturalmente, involucra el uso desproporcionado de la fuerza contra los ciudadanos y su abierta justificación, lo que contraviene el orden legal vigente. Es difícil de creer, ante los hechos ocurridos en Huamanga y Juliaca, que las muertes fueron producto estricto de las decisiones del personal desplegado en campo.

El segundo quiebre está vinculado a la incapacidad de respuesta de los representantes. En noviembre del 2020, luego de que Martín Vizcarra fuera defenestrado, los parlamentarios dieron una salida política: la elección de Francisco Sagasti como presidente de transición. Sin embargo, en el verano del 2023, frente a las protestas en el sur y el casi consenso de necesidad de convocar a elecciones generales mostrado por las encuestas, el Parlamento no brindó ninguna salida, salvo aguantar la presión ciudadana. Confluyó el interés individual y el reconocimiento, por parte de la mayoría de los congresistas, de que carecen de futuro político. Por primera vez un Congreso aglutina más de 80% de parlamentarios que nunca antes ocuparon un cargo de elección popular, y cuya posibilidad de continuar una carrera política posterior es cercana a cero. De hecho, la presidenta Boluarte forma parte de la misma especie política: su experiencia se reduce a dos intentos fallidos de ser alcaldesa de Surquillo y congresista por Lima.

La alianza por la continuidad ha involucrado echar por la borda la noción de responsabilidad política. Alberto Otárola obtuvo la confianza como primer ministro un día después de los hechos de Juliaca y la comisión investigadora sobre los sucesos sigue sin ser instalada. Con ello, el Congreso obtuvo a cambio un Consejo de Ministros silente. En los últimos años, el freno más efectivo a los peores impulsos del Parlamento provino del Ejecutivo, lo que menguó considerablemente con Pedro Castillo, pero que hoy parece ser completamente parte del pasado. Ello ha facilitado a los congresistas la tarea de atentar contra la capacidad regulatoria del Estado y realizar procesos de selección de los organismos autónomos que difícilmente persiguen el beneficio público. La elección de Josué Gutiérrez como defensor del Pueblo, un operador político de Perú Libre, acaso sea la muestra más palpable de la forma como operan las bancadas en el Congreso.

Pero la elección de Gutiérrez tiene implicancias más importantes para el funcionamiento de la democracia. Como defensor del Pueblo, debe presidir la comisión de selección de los miembros de la Junta Nacional de Justicia, la institución a cargo de nombrar y ratificar a jueces y fiscales, y los jefes de la ONPE y el Reniec. En marzo pasado, el Tribunal Constitucional sentenció que el Congreso no está supeditado a control judicial, lo que, en términos prácticos, levantó el último mecanismo de control de la actividad parlamentaria, permitiendo la designación de Gutiérrez. En esa misma sentencia, el Tribunal exhorta al Congreso a modificar la Constitución para hacer pasible de control político a los jefes de los organismos electorales, por lo que diferentes fórmulas abocadas a este propósito están siendo discutidas en la Comisión de Constitución.

Entre los pocos pilares democráticos que han resistido la intentona autoritaria de los últimos años, se encuentra el sistema que garantiza elecciones libres, ello a pesar de los infundados gritos de fraude del 2021. Pero en medio de la corrosión acelerada de los últimos meses, no debería extrañarnos que los organismos electorales vayan a ser influenciados políticamente, afectando seriamente la posibilidad de tener elecciones libres el siguiente ciclo electoral. La democracia peruana agoniza en silencio.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Mauricio Zavaleta es politólogo