Machiavello (1513) en “El Príncipe” decía que “no hay cosa más difícil de emprender, ni de resultado más dudoso, ni de más arriesgado manejo, que ser el primero en introducir nuevas disposiciones, porque el introductor tiene por enemigos a todos los que se benefician de las instituciones viejas y por tibios defensores a todos aquellos que se beneficiarán de las nuevas”. La presidenta Dina Boluarte y su deseo –que algunos entienden como amenaza– de fusionar ministerios se enfrenta hoy a enemigos y defensores. Aunque en otro contexto histórico sería una propuesta pertinente de evaluar, la mandataria no ha logrado explicar qué finalidades persigue y qué ventajas generará a los ciudadanos.
Sí, es cierto que los ministerios se convirtieron en aparatos elefantiásicos cuando se debió preservar su rol rector; esto es, regular, hacer cumplir lo que se regula, garantizar derechos, conducir y articular a los actores. Pero ni eliminarlos, ni fusionarlos, ni crear nuevos tiene una correlación inmediata y automática con mejores resultados.
Dos errores de origen asoman en la propuesta de la presidenta. Por un lado, alega que necesitamos un Estado reducido cuando lo que exige la ciudadanía es uno moderno, cercano, firme, que resuelva los problemas con pertinencia allí donde se necesitan. Por el otro, se piensa que se puede hacer una reforma de Estado eliminando instituciones, invisibilizando poblaciones, concentrándonos en simplificar y no en fortalecer.
Hay otras consideraciones que el Gobierno olvida (o niega): las instituciones nos representan. Protegerlas o modificarlas exige procesos de alta deliberación, de firme gobernanza y de sofisticada cirugía que no son sencillos ni pueden apresurarse.
En primer lugar, se debe abrir espacios deliberativos con los representados cuya fusión los afecte. Una decisión así puede invisibilizar una prioridad de la sociedad o una población que demanda protección. Y, en honor a la verdad, también puede potenciarla o beneficiarla: los enfoques interseccionales exigen que los problemas de las personas y sus vulnerabilidades se aborden multidimensionalmente (mujer, adolescencia, ámbito rural, pobreza, población afroperuana, etc.).
Pero esas decisiones se dialogan, se explicitan, se comprometen; no se imponen. Es un error desde la arrogancia (o la torpeza) pensar que se puede hacer cambios sin las instituciones, sin los grupos de interés, sin juicios de expertos, sin evidencias.
En segundo lugar, las reorganizaciones producen colisiones culturales adentro y entre entidades, donde también se juega la supervivencia y la maña política. Una cultura puede cercenar a la otra, los servidores públicos sienten que serán expulsados, habrá miedo y recelo. El líder de la fusión tendría que garantizar conducción empática, impecable y firme para que los trabajadores sientan que también ganan, sean aliados del cambio y se ponga la satisfacción del ciudadano por delante.
En tercer lugar, para asegurar continuidad de los servicios, se necesita rigurosidad operacional y administrativa para que nada se detenga en el transcurso del cambio. Incluso, el momento en el año cuando se haga es crítico dependiendo el ciclo de los servicios a su cargo.
Por último, en términos de tiempos políticos, estas reformas se hacen al inicio de un gobierno, para asumir su implementación. Se hacen desde la legitimidad y el respaldo, no a sabiendas de que estos no existen. Porque sí, la gobernanza significa tomar decisiones de gobierno con la sociedad a la que se gobierna.
Pero estas consideraciones no invalidan en ningún extremo la urgencia de reformar la forma añeja como hemos organizado el Estado. Si no, ante cualquier promesa de cambio, solo veremos amenazas dependiendo de si ganamos o perdemos, y nos negaremos a cualquier reforma sobre la base de la desconfianza permanente que le tenemos a nuestros gobernantes.
Incluso en nuestro rechazo a la eficacia y la oportunidad de estas propuestas, no seamos tibios defensores de lo viejo y lo obsoleto, no finjamos que la arquitectura de las funciones del Estado es exitosa. Habrá un momento más propicio para plantearlo, sin duda, pero abandonar la urgencia del cambio sería otro de esos errores que hoy alertamos.