Carlos Meléndez

Un país sumido en la miseria pasa por terapia de ‘shock’ económico. Los que menos tienen son los que más la sufren, pero, luego de unos años, las duras medidas económicas consiguen reducir la pobreza (con más eficiencia que la desigualdad). Segmentos de capas pobres pasan a clases medias en una generación. El hijo de un obrero con educación básica se convierte en profesional universitario. “¡Milagro económico!”, celebran los tecnócratas con tanta megalomanía que despiertan a los críticos. Los más blandos (‘the right left’) no pueden desconocer las mejoras, pero prometen reformas de “segundo piso” más equitativas y democráticas. Los más radicales (‘the wrong left’) se mantienen vendados por sus anteojeras ideológicas y plantean derrumbar los pilares y cambiar las estructuras (de un modelo que ha traído más beneficios que pesares). La ciencia política republicana sentencia: vivimos una democracia mediocre y coloca ‘benchmarks’ del primer mundo (la socialdemocracia europea) como barómetro para evaluar el desarrollo de nuestros estados post coloniales latinoamericanos. Así, apocalípticos y progres comulgan en una necesidad artificial, en un no-sabía-que-lo-quería-pero-ahora-lo-necesito: asamblea constituyente. Pero lo que podría ser un mero ‘motto’ ideológico (“la refundación de la república”) o un capricho intelectualoide (“un nuevo contrato social”) adquiere connotación de superioridad moral, pues, efectivamente, el origen del modelo a desmontar se remonta a un pecado original: un régimen autoritario. Luego, la afectación de crisis globales (incluyendo la pandemia del COVID-19) es interpretada en clave de ‘momentum constituyente’.

Hasta este punto, la reseña histórica puede pertenecer al o a . Solo que las élites políticas del vecino país sureño decidieron intentar hacer realidad la aspiración refundacional constituyente, con mucha culpa de parte de la derecha en el poder (“tendremos que reducir nuestros privilegios y compartir con los demás”, confesaba en un audio una exprimera dama) y excesos líricos desde la oposición izquierdista (una nueva Carta Magna que se escribiría espontáneamente desde “bases ciudadanas”). Por antecedentes, sabíamos que hay dos caminos posibles para estas improntas constituyentes. O tomar el atajo del liderazgo caudillista que etiqueta su nombre a la carta fundamental (y, de paso, al régimen que refunda), tal como sucedió con Fujimori, Chávez, Correa y Morales. O asumir la tarea del acuerdo multipartidario, como reflejo institucional de las élites en coyunturas críticas, tal como sucedió en 1991 en una Colombia tomada por el narcotráfico y en 1988 en un Brasil saliendo de una dictadura. Chile, se auguraba, iba a tomar esta segunda trayectoria, pero terminó en una tercera, la del fracaso. Si acaso había que sufrirlo en carne propia, se corroboró que la clase política chilena levita sobre su sociedad y que, en su afán de un ‘like’, ha sido capaz de radicalizarse de manera insensata. El ensayo 1.0 (impulsado por una lozana camada izquierdista) portaba las banderas de un Estado redistributivo y plurinacional, pero ni así tocó las fibras de ciudadanos más preocupados por la inflación y la inseguridad pública. El ensayo 2.0 (impulsado por la derecha pinochetista) fue un fallido ‘upgrade’ del documento vigente. Al final, los referéndums solo sirvieron para plebiscitar al gobierno de Boric, el primero, y a la oposición de Kast, el segundo. Ambos salieron derrotados.

No cabe duda del profesionalismo de la clase política chilena, pero ello no fue garantía de un resultado exitoso, especialmente si el espectro que recorre la región es el anti-establishment. Las masas pro-constituyentes que consagraron, por ejemplo, la constitución chavista de 1998 o la colombiana de 1991, confiaban en sus dirigentes, fuesen caudillos o plataformas multipartidarias. Hoy, en Chile (en el Perú, en Argentina, etc.) cunde el descrédito a la oferta política. No hay proceso constituyente triunfante que se haga sin líderes, en piloto automático y por pura inercia moral. Si se insiste con contumacia –como lo demuestra el caso chileno–, nos empantanamos en la incertidumbre, perjudicial sobre todo en contextos de recesión económica. En su intento por refundar el país con un nuevo “pacto social”, Chile se ha estancado. No ha sido una catástrofe por el vigor de su economía y de sus instituciones políticas, pero sí utopías, tiempo, esfuerzo y recursos perdidos. Si ensayamos el contrafáctico en el Perú, el efecto de un proceso constituyente –por el que clama la izquierda castillista y acolita cierta intelectualidad– solo confirmaría el camino ruinoso: sería una oportunidad para consolidar los poderes informales e ilegales que van penetrando nuestras ya mediocres élites políticas. Las voluntades políticas fiadas de diagnósticos errados –como el reciente fiasco de la reforma política– pueden convertir milagros económicos en pesadillas políticas.

Carlos Meléndez es PhD en Ciencia Política