El hecho de haber sido el imperio precolombino y el virreinato más grandes de América del Sur fue una carga histórica demasiado pesada para el Perú que nació como república en medio del desorden, el desconcierto, y la voracidad política y territorial de nuestros vecinos.
Los designios desmesurados del genio conquistador e imperial de Bolívar sobrepasaban la condición periférica de Venezuela y dieron lugar a la fundación de la Gran Colombia sobre los escombros del Virreinato de Nueva Granada. Después de tomar la Provincia Libre de Guayaquil y lo que fue la Audiencia de Quito, Bolívar logró que San Martín se apartara de la contienda entre los “libertadores” de la Sudamérica hispánica. El Perú tuvo la ingenuidad de llamarlo para que lo gobernara. Convertido en dictador vitalicio, encomendó a Sucre la fundación de Bolivia para consolidar la separación de lo que había sido el Alto Perú. Tan pronto fue expulsado del país nos declaró la guerra por Tumbes, Jaén y Maynas, piedra inaugural de los 170 años de conflictos con Ecuador que culminaron con los Acuerdos de Paz que los presidentes Fujimori y Mahuad firmaron en Brasilia el 26 de octubre de 1998.
Cuando crearon Bolivia, la idea de Bolívar y Sucre fue incorporar Arica como puerto, aunque después se conformaron con la caleta de Cobija en Antofagasta. Hasta ahí se puede rastrear el origen de los futuros conflictos que predeterminaron las relaciones entre Bolivia, Chile y el Perú. Así se configuró el predicamento geopolítico del Perú en el sur y en el norte que gravitó tan negativamente a lo largo de nuestra historia.
La paz sellada con Ecuador en 1998 nos permitió desatar ese incordio. Así pudimos levantar las reservas que hicimos al convertirnos en Estado parte de un acuerdo internacional tan importante como el Tratado Interamericano de Solución Pacífica de Controversias, conocido como Pacto de Bogotá. El retiro formal de las reservas se concretó en febrero del 2006 con el propósito de invocar el Pacto como fundamento jurídico para incoar el exitoso proceso que terminó con la sentencia de la Corte Internacional de Justicia que adjudicó al Perú más de 50 mil kilómetros cuadrados de mar que pertenecían a Chile. Felizmente, la cabal ejecución de la sentencia no alteró el intenso y creciente relacionamiento económico y político entre los dos países.
Dada la envenenada carga histórica de la relación peruano-ecuatoriana, es sorprendente que la paz fuera el fruto de la solución pacífica a la Guerra del Cenepa (1995); un conflicto bélico limitado que habría podido escalar a uno sin cuartel de no haber sido por el intenso trabajo que compartí directamente con el expresidente Fujimori a lo largo de tres semanas de dramáticas negociaciones en Brasil. En la Declaración de Paz de Itamaraty se pactó el compromiso de iniciar el proceso diplomático que, cuatro años después, culminó en los Acuerdos de Brasilia que constan en el acta firmada solemnemente en esa ciudad el 26 de octubre de 1998, con la participación de los países garantes del Protocolo de Río de Janeiro.
Aunque el relacionamiento internacional del Perú no sea de interés en la política interna peruana –salvo cuando surgen conflictos vecinales–, la consolidación del territorio y la conversión de las fronteras en ámbitos de integración y próspera convivencia es un avance histórico trascendental. Su importancia se acrecienta ahora por la efervescencia política en un vecindario sacudido por remezones populares y procesos electorales que pueden producir transformaciones inquietantes y expansivas en Sudamérica.
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