Ilustración dengue
Ilustración dengue
Virginia Baffigo

Las lluvias y desbordes permitieron que alcanzara las condiciones perfectas para una epidemia de y de otras enfermedades transmitidas por vectores como el zika. Ya en el 2015, esta región había pasado por una epidemia que dejó 23 fallecidos, y se suponía que había aprendizajes para responder mejor ante lo inevitable.

Lo que vemos ahora son hospitales que han rebasado su capacidad y se han convertido en un riesgo para la salud de usuarios y trabajadores (en tanto concentran pacientes febriles que pueden perpetuar la epidemia si los zancudos los alcanzan). Si en un hogar con un enfermo desprotegido una sola zancuda puede transmitir el virus a todas las personas que estén a su alcance, imaginemos lo que ocurre en un hospital en que puede haber 100 o 200 pacientes febriles.

Se sabe que sin zancudo no hay transmisión del dengue, pero esta es solo una parte de la ecuación. La otra es el ser humano que durante aproximadamente cinco días tiene el virus circulando por su cuerpo y que, por lo tanto, debe estar fuera del alcance del zancudo para así cortar la cadena de transmisión.

Hasta ahora, la respuesta de las autoridades ha sido promover campañas de fumigación recurriendo a personal del ejército rápidamente entrenado para luchar contra un enemigo que solo conocen de oídas. No habría nada de malo en ello si también participaran personas de la comunidad.

Un indicador de éxito de estas campañas es el número de casas protegidas a través de acciones de control larvario o del insecto adulto. Pero para maximizar este número debe existir una relación de confianza entre la ciudadanía y el personal de salud. Según el último reporte de fumigación de la Dirección Regional de Salud de Piura, fueron más de 15 mil propietarios los que no dejaron que se fumigaran sus viviendas y más de 56 mil casas se encontraron cerradas.

Tengamos en cuenta que una acción de fumigación supone una irrupción en el espacio más íntimo de los seres humanos: su hogar. Por tanto, requiere de su consentimiento y colaboración. ¿Qué es lo que previene a la gente de participar en estas campañas? Creer que la fumigación no sirve, desconfiar de los fumigadores y la inconveniencia de horarios.

Si este servicio público fuera una actividad empresarial privada, se tendría muy en cuenta la opinión del ‘cliente’ y se organizarían campañas empleando a personas del lugar, programando las actividades según la mejor conveniencia de las familias y acudiendo puntualmente. La comunicación tendría por finalidad generar confianza, a la vez de educar en salud.

Pero ahí no queda todo. ¿Qué pasa con las barreras de acceso para el zancudo que busca ingresar al hogar luego del fugaz efecto del insecticida? Lo ideal es que no encuentre a sus víctimas desprotegidas. Esta protección requiere inversiones que a menudo están fuera del alcance de las personas más vulnerables. Mosquiteros para todas las camas y repelentes para uso continuo de todos los miembros de la familia pueden resultar inaccesibles, sobre todo en momentos en que muchas personas han perdido sus bienes y hasta sus trabajos.

Una buena idea es dotar de estos recursos a las personas en mayor riesgo, considerando esta una medida de salud pública, que junto con las medidas de control vectorial son altamente costo efectivas. Invertir en ellas potenciaría mejores resultados.

Recordemos, además, que un hogar sin acumulación de objetos inservibles en los que se cobijan los zancudos y sin depósitos de agua innecesarios que sirven de criaderos para su reproducción está más protegido del dengue.

Lo mejor es que estas iniciativas ya se han probado en nuestro país y se han considerado buenas prácticas en prevención y control de las enfermedades metaxénicas. Ya es momento que la entrega de servicios públicos tenga el atributo de un servicio privado. Ese será el día en que tendremos más éxito.