La hora de los rascacielos, por Miguel Cruchaga
La hora de los rascacielos, por Miguel Cruchaga
Redacción EC

Las ciudades, al iniciar su existencia, se encierran como capullos valiéndose de muros protectores. Con el correr de los años, se abren como llamaradas que se proyectan al cielo para dibujar en el horizonte un perfil de lenguas empinadas. Subconscientemente, esta es la imagen que tenemos de cada ciudad: una línea distintiva que los estadounidenses llaman ‘skyline’. 

Algo de esto empieza a aparecer en Lima, mientras se prepara para recibir rascacielos de más de 50 pisos que irán modificando gradualmente su fisonomía.  Cabría preguntarse si los necesitamos.

La historia de los rascacielos en América Latina se inicia en 1953 con la construcción del edificio Copán en São Paulo. Se trata de un inmueble de 45 pisos y 140 metros de altura. Luego, en 1956, se edificó la Torre Latinoamericana en Ciudad de México, con 45 pisos en 166 metros de elevación. De esta época es el edificio Alas, ubicado en Buenos Aires, de 42 pisos y 141 metros.

Panamá tiene los edificios más altos de la región: la Torre Vitri, construida en el 2012, de 75 pisos y 281 metros, y el Trump Ocean Club, de 70 pisos y 284 metros. El edificio más alto de Chile, La Gran Torre de Santiago, tiene 64 pisos y 300 metros. En Bogotá existen la Torre Colpatria (1979) y el Centro de Comercio Internacional (1977) con 50 pisos cada uno, y 196 y 192 metros de altura, respectivamente.  

El primer rascacielos limeño fue la Torre del , construida en 1977 con 33 pisos y 109 metros de altura. Hoy se encuentra en construcción el nuevo edificio del Banco de la Nación (al costado del Ministerio de Cultura), que tendrá 30 pisos y medirá 138 metros. Próximamente se iniciará la construcción de la Torre Rímac (en la intersección de Paseo de la República con la avenida Javier Prado), que se elevará 55 pisos en 208 metros.

Todos ellos suponen un salto cualitativo en el atractivo de las ciudades, pues sustituyen la monotonía de la chatura por la vertiginosa seducción de la verticalidad. A partir de los rascacielos, la experiencia urbana se modifica ostensiblemente, pues los ciudadanos empiezan a desplazarse por un mundo en tercera dimensión.

La introducción de grandes edificios es uno de los principales instrumentos de una política de “renovación urbana”, indispensable en una ciudad como Lima, que carece de nuevas áreas por urbanizar y que, en cambio, dispone de apreciables extensiones subutilizadas o muy deterioradas.

Responden, además, a una necesidad exigida por el crecimiento y el mercado. Para los actuales niveles de población y densidad, constituyen una respuesta urbanística y tecnológicamente eficiente y adecuada. Deben sujetarse, sin embargo, a rigurosas exigencias de adecuación del entorno para evitar que terminen sometidos a la misma improvisación que ha prevalecido en buena parte de nuestros procesos de urbanización. 

Si es así, ayudarán a impulsar el dinamismo de la economía y a generar nuevos puestos de trabajo. Contribuirán, por ello, a alentar el proceso del desarrollo.

Construir grandes edificios es muy importante para estimular el vigor de una cultura. La leyenda de la Torre de Babel es una de las historias más representativas de la Utopía humana. Edificar en altura, hasta acercarse al cielo, constituye un desafío apasionante capaz de inspirar a la juventud y de caracterizar una época. Afirma convicciones y sentimientos constructivos que tienden a fortalecer lo que Viktor Frankl llamaba “el sentido de propósito”, y a recuperar la mística que cohesiona a las sociedades en los mejores momentos de la historia. Como cuando se edificaron las catedrales góticas o se esculpieron, sobre el majestuoso escenario andino, los enigmáticos volúmenes de Machu Picchu.