Hace poco, el Congreso aprobó una nueva ley del cine que, aunque es indudablemente beneficiosa, ha recibido críticas de ciertos sectores que parecen preocuparse más por mantener intactos los subsidios que reciben que por generar una industria cinematográfica más competitiva. Hoy, me quiero referir a una columna escrita por Hugo Coya y publicada en este medio, en la que se expuso una serie de falacias respecto a la ley que considero necesario responder.
Coya me acusa de querer revivir el velasquismo con esta norma, como si existiera algo menos velasquista que recortar subsidios y como si no supiera que el sistema de fomento al cine nacional que defiende fue creación de Velasco, pues lo vio como un medio para promover el nacionalismo propio de la dictadura. Partamos de ahí.
Esta desmesurada acusación la hace porque la ley incluye una disposición –elemental pero ausente hoy– que impide al Estado financiar proyectos audiovisuales cuyo contenido pretenda erosionar las bases del mismo Estado del que obtienen financiamiento o que sea propaganda política. Esto, considera Coya, sería un atentado contra la libertad de expresión digno de la dictadura militar. Sin embargo, en la misma columna, reclama el regreso de medidas como la imposición de cuotas de pantalla para el cine nacional.
Resulta curioso que alguien que denuncia un supuesto intento por controlar “lo que el público puede o no ver” abogue a favor de forzar, al más fiel estilo del gobierno revolucionario de las FF.AA., a las cadenas de cine a proyectar contenido decretado por el Estado y a las personas que acuden a las salas de cine a ver –o subsidiar, en el mejor de los casos– contenido que nadie eligió libremente. Curioso no solo por lo inconsecuente, sino porque revelaría, más bien, que lo que realmente perturba a ciertos grupos es que el público muchas veces puede elegir no ver sus películas.
Hoy, felizmente, los peruanos tenemos plena libertad de elegir qué proyectar y ver. Exigir cuotas de pantalla es, por el contrario, imponer la decisión del burócrata por encima de la que libremente pueda tomar el individuo. No obstante, para quienes se sienten titulares del derecho a decidir qué es cultura y qué no, así como dueños por mandato divino del dinero del contribuyente, esa libertad parece no ser importante.
Es absurdo decir que establecer condiciones mínimas para recibir dinero público –de todos los peruanos– constituye una censura, pues es lógico y razonable que el dinero que el Estado recauda del contribuyente no sea utilizado para promover la destrucción de este ni para hacer propaganda política. Que el Estado no financie la producción de una película, no afecta el derecho a expresar lo que a uno le dé la gana.
Lo que busca la nueva ley del cine es crear herramientas para que quienes hacen cine en el Perú no dependan exclusivamente del subsidio que entrega el Ministerio de Cultura. Da incentivos tributarios para que privados puedan financiar el cine, elimina el pago de aranceles para la importación de equipos de filmación, crea una ventanilla única para desburocratizar la realización de proyectos audiovisuales, fomenta las coproducciones, entre otras medidas.
Justamente por eso llama tanto la atención que las más férreas críticas a la nueva ley vengan precisamente de quienes siempre lamentan que hacer cine en el Perú con fondos privados es muy difícil. Dejan en evidencia que están dispuestos a tirar por la borda varios cambios importantes y positivos para el cine, solo porque no aceptan que se les ponga un límite del 70% a “sus” subsidios. Se han pintado de cuerpo entero.