Por Augusto Rey
Regidor de Lima
La ideología es capaz de recubrir con su manto la realidad hasta el punto de oscurecer la evidencia empírica y las lecciones que nos ofrece la experiencia. Esto es lo que sucede con la ideología de “la obra por la obra” que gobierna Lima, esa que dice que toda obra es siempre beneficiosa y equivale al desarrollo de la ciudad, incluso cuando el análisis nos demuestre lo contrario.
Nadie pone en duda que necesitamos obras de infraestructura que nos permitan mejorar la calidad de vida, acercar los servicios públicos y mantener la economía activa. Demasiadas necesidades materiales todavía no han sido satisfechas y es evidente que la precariedad en que viven millones de limeños (y varios millones más en todo el país) debe ser atendida con el sentido de urgencia que amerita. Sin embargo, las obras deben ser un medio para lograr esto, no un fin en sí mismas. Caso contrario sufrimos el riesgo de caer víctimas de una euforia por construir sin que se tenga claridad qué, por qué ni para qué se construye. Justamente, con una ciudad como Lima con tantas dificultades y necesidades insatisfechas, resulta muy tentador para una autoridad subirse a la ola de esa euforia, aunque sea para dar la falsa impresión de que está resolviendo problemas.
Décadas de esa lógica han hecho de Lima una ciudad desordenada, con un déficit de 5 metros cuadrados de áreas verdes por habitante, que no sabe cómo gestionar su basura y se resiste a ordenar un sistema de transporte público que se ha vuelto insostenible. Una ciudad que no ha sabido cómo aprovechar sus playas y que no cuenta con un sistema logístico salubre y eficiente para manejar los alimentos que diariamente llegan de otras partes del país. Estos son solo algunos ejemplos de políticas no vinculadas directamente a infraestructura que podrían convertir la nuestra en una mejor ciudad. De hecho, si seguimos enumerando los principales problemas de Lima, veremos que la gran mayoría de ellos no están vinculados a la obra física de gran envergadura, sino al lento y complejo trabajo de reestructurar un sistema fallido.
Ello se agrava si la ideología que nos gobierna no reconoce el plan urbano de la ciudad. En el caso de Lima, el Plan de Desarrollo Concertado al 2025 y de Desarrollo Urbano al 2035 sugieren un cronograma de las obras y reformas que Lima necesita. No tener un plan no solo nos pone a merced de los antojos de quien esté sentado en el sillón municipal, sino que equivale a andar a ciegas, pues nunca se sabe adónde nos llevará cada paso. Un plan también dificulta que la autoridad ceda o se coluda con intereses particulares que no responden a la visión de ciudad.
Como si eso no fuese suficiente, la ideología de “la obra por la obra” busca convertir a cualquiera que cuestione una decisión de infraestructura en un supuesto enemigo del desarrollo de la ciudad, cuando en realidad es todo lo contrario. Lima adolece profundamente de la falta de una ciudadanía activa, informada y participativa. Lo último que una autoridad municipal debería hacer es promover el conformismo entre sus ciudadanos, porque su mandato tiene fin, pero los limeños seguiremos aquí.