Juan Urbano Revilla

En los fastos de la guerra por la , la batalla de Zepita ocupa un lugar de honor y, en ocasión del de este hecho bélico, es deber conmemorar el lustre emanado por las armas patriotas en aquellas alturas de Chua Chua, testigo del arrojo y valor que alcanzó el triunfo frente al contingente realista.

La etapa peruana de la independencia: 1823

A inicios de 1823, la situación militar independentista emprendida por la novel Junta Gubernativa del Perú era muy crítica luego de conocerse los reveses de las batallas de Torata y Moquegua que diezmaron las fuerzas patriotas; en particular, las unidades chilenas y rioplatenses quedaron reducidas a muy pocos efectivos. Mientras, los contingentes del se envalentonaron, quedando en poder de la sierra central y sur del país.

Entonces, con la impronta militar forzada del , se impone en el primer cargo del ejecutivo al presidente , quien entendiendo que los orígenes de su designación se debían a la necesidad de afrontar enérgicamente la guerra, inicia una intensa actividad militar.

El lanzamiento de la segunda campaña a puertos intermedios

Levantando un ejército esencialmente nacional y organizando la escuadra, Riva Agüero consiguió, por medio de sus representantes diplomáticos, el arribo en abril de 1823 de 3.000 hombres enviados por Bolívar. Asimismo, se entabló arreglos con Chile y las provincias del Río de la Plata para la cooperación de estos con el refuerzo de nuevas tropas para la campaña.

Entonces, deseoso Riva Agüero de lograr con prontitud un resultado exitoso de base peruana y que lo encumbrase en su gobierno, decide apuradamente lanzar la campaña ni bien se conozca la concurrencia de los ejércitos auxiliares.

En junta de guerra con los generales se elaboró el plan de operaciones consistente en una segunda campaña a Puertos Intermedios que, de manera general, seguía el concepto de la primera expedición, “insertarse en la sierra sur y batir a los contingentes realistas desplegados en el interior”. Era complicado y dependía de la concurrencia de fuerzas auxiliares del exterior; no obstante, esta vez se confiaba en contar con un fuerte poder central para la conducción de la guerra y que los realistas no esperasen que se repitiesen operaciones por el mismo sector.

El general Santa Cruz, jefe del Ejército Expedicionario, se presentó ante el Congreso y ofreció “derramar su propia sangre para derrotar al enemigo” (Sobrevilla, 2015, p. 89). Teniendo como jefe del Estado Mayor al general , la fuerza quedó constituida de la siguiente manera: Los batallones Nº 1 de la “Legión Peruana”, “Cazadores”, “Vencedor”, Nº1, Nº3, Nº4 y Nº6; además, se contó con el 1º, 2º y 3º escuadrones de “Húsares de la Legión Peruana”, más dos escuadrones de “Lanceros” y ocho piezas de artillería. En suma, 5.095 soldados de las tres armas (Bonilla, 1923, p. 35; Dellepiane, 1965, p. 164) que, del 14 al 25 de mayo, zarparon del Callao en un convoy rumbo al sur.

La vorágine política y la independencia en vilo

En esas circunstancias, el general llega a Lima como ministro plenipotenciario de Bolívar y asume el mando de la división auxiliar colombiana que había quedado en la capital; es decir, reúne en su persona funciones diplomáticas y militares. Sucre ofreció al Congreso el apoyo de las tropas colombianas, mientras promovía el llamado de Bolívar.

En tanto, a inicios de junio, crecen las pugnas entre los poderes Legislativo y Ejecutivo, y se mantenían rezagos de inconformidad por la forma en que Riva Agüero había llegado al poder. Así, estando las fuerzas patriotas en la campaña del sur, ocurre la mayor amenaza contra los esfuerzos de la independencia, cuando los contingentes realistas de Canterac incursionan sobre Lima y el 19 de junio de 1823 tomaron la capital, con lo que las principales autoridades del Congreso y los cuerpos militares de Sucre se trasladaron al Callao, en medio de grandes temores de la población, lealtades tornadizas y serias divergencias políticas frente a la ocupación.

A fines de junio de 1823, la situación era crítica y se vislumbraban serias consecuencias en contra del impulso de la guerra y la unidad necesaria para la independencia.

La batalla de Zepita

Mientras tanto, las fuerzas expedicionarias peruanas que iniciaron su desembarco en Arica se desplegaron en dos cuerpos del ejército. El 20 de junio, los núcleos de fuerzas patriotas de Santa Cruz y Gamarra ocuparon Moquegua y Tacna, respectivamente, permaneciendo varias semanas en espera de los refuerzos colombianos al mando de Sucre y los chilenos.

Por su parte, el virrey La Serna, enterado del movimiento patriota, dispuso el desplazamiento de las fuerzas realistas para reforzar el núcleo Cusco-Puno; para tal propósito, ordena que las fuerzas de Canterac dejen la ocupación de Lima y convoca a las fuerzas del experimentado general Jerónimo Valdés, el aguerrido jefe realista, vencedor en Torata y Moquegua, quien aceleradamente parte desde Huamanga hacia Sicuani, para encontrarse con el virrey.

Entonces, al no tener noticia de la llegada de las fuerzas auxiliares chilenas ni colombianas, el 20 de julio Santa Cruz decide pasar a la acción y se inicia el desplazamiento de las fuerzas patriotas que avanzan paralelamente hacia el altiplano (Bonilla, 1923, p. 41).

El primer cuerpo de este ejército, con el general Gamarra, llega a Viacha, marchando a Oruro para actuar contra el núcleo realista del general Olañeta, quien abandona dicha posición dejando abundante parque militar y tropas que se pasaron a los patriotas, con lo que esta zona quedó a merced del Ejército Expedicionario.

El segundo cuerpo de este ejército, bajo las órdenes del general Santa Cruz, llegó a La Paz. Allí, enterado del arribo a Puno del general Valdés al frente de un contingente de unidades realistas, Santa Cruz decide tomar el puente del Desaguadero y la concentración de sus fuerzas en dicho sector. El 23 de agosto, el puente inca queda en poder de las fuerzas peruanas y se inicia el tiroteo de las avanzadas enemigas por el control del mismo, con algunas bajas, pero se mantiene firme la posición; y, al día siguiente, se reúnen los contingentes del cuerpo peruano sumando 1.300 hombres integrados por las siguientes unidades: el batallón “Cazadores”; el batallón “Vencedores”; el batallón “Legión Peruana” y el batallón Nº 4; más dos escuadrones de “Húsares de la Legión Peruana” y dos piezas de artillería. Tropas eminentes peruanas.

Mientras, el enemigo con el general Valdés quedaba conformado por los batallones “Vitoria” y “Cazadores”, “1er. Batallón” del 1er. Regimiento de Infantería, tres escuadrones de caballería y cuatro piezas de artillería, concentrados en las inmediaciones del pueblo de Zepita, alcanzando 1.800 efectivos (De la Barra y Dellepiane, EMGE, 1972, p. 337), (Valdés, CDIP, 1974, T. VI, Vol. 9, p. 381).

En la tarde del 25 de agosto se avistan ambas fuerzas. Santa Cruz decide ir en búsqueda de la batalla e inicia la aproximación hacia Zepita, dejando asegurado el puente del Desaguadero. Valdés, que conocía la zona, se mueve prontamente con sus tropas y, confiando más en el terreno que en su superioridad numérica, se emplaza en los altos del Chuachuani, en línea dominante, en lo que el experimentado realista reconoce como una “posición brillante” a su favor.

En estas circunstancias, refiere Santa Cruz en su parte de batalla: “Convencido del ardor y entusiasmo de los soldados de la libertad no dudé atacarlo” (CDIP, 1974, T. VI, Vol. 9, p. 87). Se lanza entonces la ofensiva desde el vasto llano del Chua Chua, emprendida por la línea patriota con los batallones de la “Legión”, el Nº 4 y el “Cazadores”, manteniendo al “Vencedores” en reserva y a los dos escuadrones de los “Húsares” en los extremos, apoyados por el fuego nutrido de la artillería.

Por su parte, la infantería realista se mantenía recia en lo escarpado de sus reductos, con los batallones “Vitoria”, “Cazadores” y el batallón del “1er. Regimiento”. Su artillería en la loma correspondía los fuegos, mientras la caballería enemiga se emplazaba detrás de la posición.

Con el objeto de buscar la victoria, Santa Cruz maniobró con el batallón de la “Legión” para ocupar las alturas del enemigo, mientras se impulsaba el ataque frontal, produciéndose un fuego atronador por todas partes, manteniéndose la gran resistencia realista. En esta situación, las fuerzas peruanas ejecutaron un concebido repliegue a través del batallón “Vencedores” que las sostenía, para atraer así al llano al enemigo; ante lo que Valdés, creyendo encontrar la oportunidad de decidir el combate, toma la ofensiva haciendo descender de sus parapetos a toda su infantería y empleando su numerosa caballería; no obstante, son recibidos bizarramente por los batallones peruanos. En el crujir de bayonetas, la batalla llega a su momento cumbre, donde un impulso de cualquiera de las partes puede ceñir el desenlace. Los realistas no tienen más, su caballería ya ha sido empeñada en la refriega, en tanto en el lado patriota están los jinetes del coronel Federico Brandsen. Entonces, los escuadrones de “Húsares de la Legión Peruana” entran en acción.

Fueron dos cargas fulgurantes por los lados, una con el segundo escuadrón al mando de su bravo comandante, Louis Soulanges, quien arrolló a un escuadrón y batió a sables a un batallón realista; y otra con el tercer escuadrón al frente de su comandante, Eugenio Aramburú, que desbarató a 200 dragones del rey. Fue tan arrojado el empuje de estos choques que, secundados por el esfuerzo general de las bayonetas de la infantería peruana, decidieron la victoria, doblegando al enemigo, quien, tras intentar reorganizarse, abandonó el campo del Chua Chua.

El parte de Santa Cruz sobre esta acción da lustre al instante cumbre, mencionando: “Es difícil que caballería alguna obre con más coraje: los Húzares han confirmado en esta vez que nada es superior a su valor, y que los peligros sólo son un estímulo a su mayor gloria; ellos han ganado cuanto puede ambicionar un militar” (CDIP, 1974, T. VI, Vol. 9, p. 88).

Asentada la noche, se dio fin al combate y a la persecución, manteniéndose las fuerzas de Santa Cruz dueñas del campo de batalla. Al día siguiente se contaron las bajas, teniendo las del enemigo más de 284, entre muertos y prisioneros, 240 fusiles, 52 caballos, lanzas, sables y cajas de guerra. El ejército peruano tuvo 112 bajas, entre muertos y heridos.

Fuentes realistas se atribuyen el triunfo de la contienda en lacónicos partes al referir que mantuvieron el grueso de sus fuerzas, pero basta con repasar las palabras de Jerónimo Valdés, que suscribió: “Hubiéramos concluido gloriosamente ayer la actual campaña si la caballería de esta división hubiera podido cumplir como la bizarra infantería”. (CDIP, 1974, T. VI, Vol. 9, p. 381). Como refirió el general Sucre, luego de la acción, Valdés se dirigió a Pomata para agruparse con las fuerzas del virrey La Serna quien, sabedor de la derrota, marchó a proteger a sus tropas, sin atreverse a atacar a Santa Cruz (CDIP, 1974, T. VI, Vol. 9, p. 86).

Finalmente, las fuerzas de Santa Cruz y Gamarra se reunieron en Oruro, mientras los realistas concentraban las fuerzas de La Serna y Valdés en Pomata, donde se hicieron fuertes al sumar la división de Olañeta, con lo que el ejército patriota optó por la acción prudente de iniciar la retirada hacia la costa, momento que se tornó fragoso en la campaña, lo que configura otro capítulo más allá de este escenario de la historia militar.

En el Cuartel General del Desaguadero, Santa Cruz otorgó una medalla a los vencedores de Zepita, en clases de oro y plata, de forma pentagonal, con cinta bicolor, llevando la siguiente inscripción, en el anverso: “EN LA CUNA DE LOS TIRANOS LABRÉ SU SEPULCRO”; y en el reverso: “AL VALOR DE LOS HÚSARES DE ZEPITA”, “ZEPITA, 25 DE AGOSTO DE 1823″.

Corolario

Estos son los hechos de la guerra por la independencia del Perú, emprendida por las primeras fuerzas del ejército peruano que alumbró una aurora de libertad. Es el triunfo del intento, del sacrificio y del espíritu de la moral que no se amilanó ante aquellos que tenían tres lustros de victorias, señalando el camino de lo posible, donde en esencia es el soldado, el jinete peruano, quien respira el aire del triunfo, el que logra tomar impulso y llenarse de vigor para lo más difícil que llegaría en adelante, lo que el destino reservó para la causa libertaria: que muchos de los vencedores de Zepita se volverían a coronar en Junín y Ayacucho.

Queda entonces escrito con el fuego del amor al Perú que el mayor deber de los hombres de armas es rendir homenaje a la memoria de aquellos que nos antecedieron en el campo de batalla. Que no quede en el extravío las gestas de las armas de la patria y que mañana, como hace 200 años, amanezca el sol del altiplano sobre las cumbres del Chuachuani con el resplandor de la victoria, para señalar a todas las generaciones de peruanos la senda de la gratitud nacional y el deber de honrar a los bravos del ejército que, en Zepita, en sus adustos uniformes se ciñeron los oropeles del triunfo.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Juan Urbano Revilla es General de Brigada del Ejército Peruano. Presidente del Centro de Estudios Histórico Militares del Perú

Contenido Sugerido

Contenido GEC