Javier Echevarría: un testimonio, por María Pía Chirinos
Javier Echevarría: un testimonio, por María Pía Chirinos
María Pía Chirinos

En la fiesta de la Virgen de Guadalupe, monseñor Javier Echevarría, obispo y prelado del Opus Dei, se ha ido al cielo. No ha sido una coincidencia.  Un llamado a don Javier –como le decíamos en la Obra–, antes de su elección como prelado, fueron las últimas palabras de San Josemaría el 26 de junio de 1975, al desplomarse frente a una imagen de la Guadalupana en su cuarto de trabajo. El último 12 de diciembre se ha repetido y ha culminado esta historia: la de una vida que se ha ido con la sencillez propia de un alma grande. Doy gracias a Dios por su ejemplo.

Tuve ocasión de conocerlo de cerca en los años que viví en Roma. De carácter directo, memoria prodigiosa y muy detallista, don Javier –el Padre, desde que sucedió a monseñor Álvaro del Portillo– mantuvo siempre una gran cercanía con todas las personas que le rodeaban. Precisamente, esas dotes humanas y un buen humor madrileño acompañaban sus conversaciones, que solían llegar al fondo del interlocutor, porque salían de un corazón sacerdotal –acababa de cumplir 60 años de su ordenación– que lejos de ocultar su amor a Dios, lo ponía al descubierto con todos.

Pero más allá de su buena memoria, se traslucía un interés auténtico y sincero por muchos acontecimientos, que no le eran nunca indiferentes. Destacaría su amor al Papa. Recuerdo el interés y la oración por el primer viaje de San Juan Pablo II a Cuba, que tanto removió a todos los cristianos. O la alegría inmensa cuando Benedicto XVI, para la Jornada Mundial de la Juventud en Australia, se alojó en un centro de retiros del Opus Dei. 

Varias veces se encontró con mi familia y les escribía asegurándoles que rezaba por nosotros, por nuestros trabajos y afanes, siguiendo con cariño nuestras alegrías y penas. Todo le interesaba. Me emociona dejar constancia de su cariño especial por mis padres –María y Enrique– y recuerdo el reciente encuentro con una sobrina mía en Cracovia, durante la Jornada Mundial de la Juventud, a la que identificó inmediatamente. 

Tercer gran canciller de la Universidad de Piura, quizá no me equivoque en decir que el reciente doctorado honoris causa de don José Agustín de la Puente Candamo, con el diploma firmado de su puño y letra, haya sido el último concedido por él.

Don Javier deja ciertamente un vacío grande porque su figura está muy unida a la del fundador del Opus Dei, San Josemaría Escrivá de Balaguer, y a su primer sucesor, monseñor del Portillo, con quienes vivió desde 1950. Pero esa continuidad no se va a interrumpir. Si bien se cierra una etapa importante de la historia de esta institución de la Iglesia, otra aun más decisiva se abre: la de la fidelidad a un carisma que Dios ha concedido para dialogar con el mundo secularizado de hoy, de tú a tú y con el deseo de construir puentes de diálogo, de servicio y de paz. Los primeros cristianos lo consiguieron… Ojalá estemos a la altura.