Raúl Zegarra

En el prefacio a su magistral “La muerte del Mesías” el biblista Raymond Brown afirmó que “desde todo punto de vista, la pasión es la narrativa central en la historia del cristianismo”. Brown arriba a esta afirmación después de un examen sucinto, pero inobjetable de la evidencia.

Literariamente, comenta Brown, las escenas de la pasión han marcado singularmente nuestra imaginación cultural: sudor de sangre en Getsemaní, el beso de Judas, la traición de Pedro y el cantar del gallo, etc. Históricamente, la muerte de en la cruz es de las pocas cosas que podemos saber con certeza sobre su vida. Teológicamente, la pasión y muerte de Jesús son el eje central del misterio de la salvación cristiana.

Por ello, me gustaría que pensemos este Domingo de Resurrección desde la perspectiva de la pasión, desde la muerte del Mesías. Esto, claro, sin olvidar que en la fe cristiana la resurrección está indesligablemente ligada a la pasión. El énfasis en la pasión y muerte, sin embargo, parece especialmente pertinente dadas las circunstancias presentes del país.

Una imagen poderosa, y por el momento anónima, ha empezado a circular en las redes sociales en los últimos días. Se trata de una transposición del famoso “Cristo crucificado” de Diego Velásquez con la radiografía del cuerpo acribillado de Rosalino Flores. Flores, un joven cusqueño de tan solo 22 años, murió víctima de las heridas causadas por 36 perdigones recibidos como parte de la represión policial durante las manifestaciones contra el gobierno de turno.

La fuerza de esta imagen no es solo estética. Este ‘Cristo crucificado’ constituye un testamento teológico en línea con convicciones centrales de la tradición cristiana y, sobre todo, con la tradición teológica forjada en América Latina. Una tradición marcada también por sus cruces y muertes.

El teólogo y mártir jesuita Ignacio Ellacuría, asesinado por las fuerzas del orden en El Salvador en 1989, es quien quizá expresó la convergencia de las cruces de Jesús y Rosalino con mayor claridad en su famoso ensayo “El pueblo crucificado” (1978). La tesis central de este texto es simple, pero desafiante: “cualquier situación histórica debe verse desde su correspondiente clave en la revelación, pero la revelación debe enfocarse desde la historia”.

En ese sentido, la de Jesús –en tanto acontecimiento histórico y a la vez momento fundacional de la fe cristiana– nos debe invitar a discernir el rol de tantas otras crucifixiones históricas y su potencial redentor. Ellacuría planteaba que este discernimiento requiere que nos confrontemos con el escándalo de la muerte histórica de Jesús.

Un escándalo que la fe en la resurrección nunca debe opacar si queremos evitar triunfalismos cristianos y una fe desprovista de la gravedad a la que una muerte trágica invita. La crucifixión fue un escándalo para Jesús y para sus discípulos, los mismos a los que la cruz esperaría también pocos años después de la muerte del rabí.

Naturalmente, hoy nos resulta aún más difícil comprender que fallecimientos trágicos e injustos como el de Rosalino puedan ofrecernos vida a través de la muerte. Pero, si prestamos atención a las razones que llevaron a Jesús a su muerte, esta dificultad puede disiparse.

Una lectura simple y no prejuiciada de los evangelios nos muestra que Jesús fue condenado a muerte como consecuencia de la vida que llevó, una vida cuyo mensaje de amor y solidaridad fue percibido como una amenaza a los poderes fácticos. Recordemos que ni Poncio Pilato ni los sumos sacerdotes creían que Jesús era el mesías. Para ellos, Jesús no era más que una figura peligrosa y revolucionaria.

No debemos olvidar que las masas congregadas exigieron la liberación de Barrabás a cambio del sacrificio de Jesús. La implicación es obvia: Barrabás, que era un revolucionario conocido, representaba para judíos y romanos menos peligro que la revolución que Jesús podría desencadenar.

La revolución de Jesús, ciertamente, no era de carácter político, pero sus enemigos la entendieron como tal y lo ejecutaron por sedición. De ahí la burla en la inscripción en la cruz: “rey de los judíos”. El único rey es César. Este otro “rey” yace aquí en su trono de derrota.

La vida y muerte de Jesús constituyen un escándalo y un grito de protesta contra los abusos y las injusticias del mundo. Pero nos recuerdan también que una vida arrebatada por la muerte al que protesta abusos e injusticias no es una vida que termina con la muerte.

Una vida que muere dando vida es una vida que resucita y que no termina. Y toda vida que se entrega luchando por una vida más plena y justa es una vida que da continuidad al mensaje de Jesús y a su poder salvífico.

Que la cruz de Jesús nos recuerde perpetuamente la injusticia y la tragedia de la muerte del Mesías. Pero que las cruces de tantos otros, como Rosalino, nos recuerden también las muchas muertes del mesías, en la carne y sangre de aquellos asesinados en la búsqueda de la justicia. Que sus vidas no se hayan entregado en vano. Que sus vidas sean la esperanza de un porvenir inesperado.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Raúl Zegarra es profesor de la Universidad de Chicago y de la PUCP