No judicializar la política, por Eduardo Luna Cervantes
No judicializar la política, por Eduardo Luna Cervantes
Eduardo Luna Cervantes

No es tarea sencilla determinar si una inminente ley que autorice a reingresar al negocio de la explotación de petróleo es inconstitucional por infringir el principio de subsidiariedad (artículo 60). Hay características del mercado y del negocio que deben analizarse para determinar, por ejemplo, la existencia de oferta privada real o potencial suficiente para satisfacer al mercado; las condiciones de competencia en dicho mercado; las posibilidades de sustitución del producto, etc. Lo que sí me parece claro es que este no debería ser un asunto que deba resolverse por jueces constitucionales.

El juez constitucional, como cualquier intérprete, tiende a proyectar sus tesis ideológicas sobre los asuntos que resuelve cuando interpreta o integra normas. Un juez puede estar convencido de que un país debe reservarse para sí la posibilidad de velar por los intereses de los consumidores, y de intervenir en la economía a través de su Estado –como empresario, inclusive– si se trata de una actividad que juzga estratégica o si considera que las fuerzas del mercado no actúan libremente.

Si un juez no es consciente de sus convicciones y no es capaz de distinguirlas en la labor interpretativa que realiza, corre el riesgo de afectar su juicio de constitucionalidad. En filosofía jurídica, se emplea el término ‘derrotabilidad’ para referirse a la cualidad de las normas de ser derrotadas por otras en la interpretación. Así, una norma llamada en principio a aplicarse en un caso concreto es dejada de lado por otra que la sustituye, que es generada también por el intérprete, quien está convencido de que existe un factor diferenciador en el caso que justifica reformular la primera o aplicar directamente una distinta. Todas las normas –o casi todas– tienen la disposición de ser derrotadas con el transcurso del tiempo. Y es que siempre el juez –sobre todo si se lo propone– podrá encontrar una excepción implícita que lo lleve a aplicar una consecuencia jurídica distinta a la situación que tiene entre manos.

Así, por ejemplo, la claridad de la norma del artículo 60, que solo autoriza la actividad empresarial de modo subsidiario por ley expresa y siempre del Estado que medie un alto interés público o una manifiesta conveniencia nacional, puede verse mellada si se concuerda con la que contiene el mandato de defensa de los intereses de consumidores y usuarios (artículo 64), o la que contiene el mandato de combatir toda situación de abuso de posición de dominio (artículo 61) o el de promover el uso sostenible de los recursos naturales (artículo 67). La apreciación del caso concreto puede llevar a un juez al convencimiento de que la norma del artículo 60 tiene excepciones y que, cuando se persiguen esos fines, y se persuade que la intervención como agente económico es la vía más eficaz, el Estado se encuentra habilitado para una aventura empresarial.

Estas materias no deberían estar libradas a la justicia constitucional. Ella actúa sobre normas que expresan, en la mayoría de casos, solo consensos genéricos respecto a finalidades públicas (principios) y no mandatos precisos sobre todos los asuntos de interés público (reglas). Para que estos asuntos trascendentales no terminen en manos de unos pocos con toga, es mejor transitar por vías de mayor legitimación democrática. Un legitimado o una reforma constitucional de consenso serían las vías idóneas. Nunca es bueno judicializar la política y patear el problema para adelante.