Carlos J. Zelada

En 1963, el mundo conocía la primera edición en inglés de “Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal”. El famoso libro de analiza el proceso judicial contra Adolf Eichmann, oficial nazi que esperaba sentencia por las atrocidades cometidas contra los judíos durante el Holocausto. En el texto, Arendt intenta comprender por qué quien había causado tanta destrucción no reconocía culpa alguna frente a sus acciones. Ciertamente, la respuesta de Eichmann frente a sus acusadores le resultaba perturbadora: él solo “había hecho su trabajo”, él “cumplía con lo que decía la ley”. Siempre sin remordimiento, ignorando frívolamente el daño causado y desde una superficialidad cargada de arrogancia. Era, pues, la personificación de la banalidad del mal.

Para Arendt, la inclinación banal hacia el daño a la comunidad no encuentra explicación en el fanatismo ideológico o la sociopatía. Para la autora, el mal encuentra su racionalidad en la cotidianeidad mundana de la autopreservación frente a la , en alejarse del bien común complaciendo en el camino a quien ejerza el poder de turno. Así, la aparente ceguera frente a la más clara injusticia es en realidad puro oportunismo narcisista: hago lo que me convenga con tal de sobrevivir, no importando las consecuencias ni los principios que socave con mis decisiones. Y, algo muy importante para Arendt, a esta tentación puede sucumbir cualquiera, especialmente quien dice ser el más noble o hasta el académicamente preparado.

No puedo dejar de pensar en la banalidad del mal cuando observo el capítulo más reciente de nuestra crisis nacional. Efectivamente, nuestra clase política parece haberse empeñado en vivir desde el ‘carpe diem’ más utilitarista, pensando únicamente en el momento presente y siempre indiferente a las consecuencias de sus acciones para la comunidad.

Si en Lima padecemos de molestia selectiva, fuera de allí el hastío ciudadano es generalizado. Y aunque la protesta es legítima, esta ha venido acompañada de un vandalismo que ha llevado a tomas de aeropuertos, así como de ataques a periodistas y hasta a personal médico que cumplía con su labor de auxilio. En este contexto, la mejor idea de la más reciente encarnación del Ejecutivo ha sido declarar el estado de emergencia, entregando el manejo de la situación a las fuerzas armadas y policiales, como si nada hubiéramos aprendido de estas decisiones en nuestras crisis más recientes. El Congreso no se ha quedado atrás en esta olimpiada de la banalidad y hace unos días perdió una oportunidad dorada para materializar lo que parece ser el único consenso ciudadano al margen de la preferencia ideológica: adelantar las elecciones.

Pero cada bando se sigue echando la culpa de lo ocurrido y así, en dos semanas, tenemos al menos 25 personas fallecidas, un par de cientos de heridos de gravedad y una violencia que no cesa. Lo peor de todo es que esto no parecer ser de importancia para un Ejecutivo y un Congreso que siguen promoviendo sus propias agendas cual tercos adolescentes.

Entretanto, seguimos coqueteando peligrosamente con las aguas de un autoritarismo cívico-militar. Y no sé si será ingenuidad, pero pareciera que nos hubiéramos olvidado demasiado pronto de los altos costos que involucra el desmantelamiento democrático. Para muestra, algunos botones. La presidenta Dina Boluarte anunció el domingo que la investigación de las posibles violaciones a los derechos humanos cometidas en el contexto de las protestas estará a cargo del fuero militar. Días antes, desde diversos espacios se comenzó a atacar a la Defensoría del Pueblo, quizás la única entidad en todo el aparato estatal que conoce seriamente el mapa de nuestra conflictividad social. Preocupan, sobre todo, los silencios del ministro de Justicia y de la ministra de la Mujer frente a estas acciones carentes de toda credencial democrática.

Quizás la sensación más angustiante de estos días es que sabemos –aunque no lo queremos admitir– que ya nos hemos quedado sin jugadores de reemplazo en la banca para lo que queda de esta partida. Lo más sensato es que se vayan todos. Y es que, en el Perú, los bandos que se disputan el control del gobierno son un elenco de villanos de producción con escaso presupuesto. Ningún sector de la ciudadanía acepta su conducción, precisamente porque en los momentos más aciagos de estas semanas de crisis cada bando ha mostrado que está dispuesto a hipotecar su escasa agencia con tal de hacer lo que sea necesario para no irse expulsado de la cancha.

Con justicia nos podemos preguntar quién podría dirigir el país en un mundo post Boluarte. Yo también me hago la interrogante, pero he llegado –quizás influenciado por Arendt– a admitir con tristeza que quienes han demostrado no tener mayor interés en el bien común no pueden ya seguir al frente. Soy consciente de que un adelanto de elecciones con reformas minimalistas (o sin ellas) no va a arreglar en modo alguno la banalidad de nuestra clase política, que es en realidad el problema de fondo. Pero, frente al riesgo autoritario, prefiero que eso lo haga un próximo Congreso y otro Ejecutivo. La gran pregunta es, ¿reconocerán con madurez adulta su culpa en esta crisis y se irán? Ojalá me equivoque y no nos vuelvan a fallar.

Carlos J. Zelada es profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad del Pacífico